Moscas en la canilla




[...] La poesía
consiste en devorar el amor, el tiempo, encontrarse, de golpe, una mañana,
con la vida y la muerte tiradas sobre la mesa
como los restos de una comida que nadie, después de una noche larga, levantó.

(Juan José Saer)

Es una trampa bastante fácil para el ego pensar que los actores, los poetas, los escritores hemos sido escogidos, que estamos dotados de una sensibilidad distinta, que no podemos comportarnos como auténticos idiotas, solo porque decidimos que esa imagen nos disgusta. Fuimos cómplices de esta ilusión del ego, lo permitimos; miramos con horror a quienes no se comportaron como elegidos y eso es, como mínimo, una falta de responsabilidad. Es no hacerse cargo de nuestra humanidad crónica. 

Es difícil arrancar algunas máscaras, sobre todo cuando no se perciben con exactitud los límites entre la máscara y el rostro, suponiendo que exista debajo algún rostro "verdadero". No es extraño descubrir que la mayoría de las veces los lectores se enamoran de la biografía antes que de la obra de un autor. Tal vez sea por eso que tantas personas quieren ser escritores.

Sin embargo, con la presión suficiente el tejido se desgarra y vemos más allá. En mi opinión, pisar con los pies desnudos los restos de una botella de cerveza rota no admite romanticismo. Morir a causa de una hemorragia gástrica, nadando en medio de un descomunal charco de sangre y vómito, menos. La imagen del poeta tambaleante con el vaso de whisky en la mano está, definitivamente, en revisión.

Esa irradiación, luminosa de romanticismo, que proyecta un escritor es tan pintoresca como superficial.

Ahora bien. En cierto modo, la escritura avanza a tientas de la mano de una extraña alquimia entre lo vivido y lo pensado, como ingredientes de su alimento. No es extraño descubrir que esta rara flor a veces perdura a expensas de la vida del poeta. Aunque no es una constante, es cierto, sobran ejemplos de escritores en quienes la destrucción y la creación se movieron al unísono hasta el final. 

La inspiración, el ruido, la musiquita, eso que algunos deciden llamar musa, suele venir sin aviso, incluso en situaciones de lo más inesperadas; y vale lo mismo un texto escrito a la luz de una lámpara tenue, metidos dentro del más crudo silencio, que el que llega sin anunciarse en la ducha, friendo unas cebollas, en la pausa que ocurre durante la escritura de alguna otra cosa, mirando los árboles por la ventana, caminando por las calles de una ciudad cualquiera, en el medio del quilombo más oscuro, o mientras suena una canción en la radio.

El desorden dominará el conjunto pero, si sabemos insistir, el sedimento encontrará su brillo y esa música interior se abrirá paso y avanzará directo hacia nosotros, subirá por la conciencia hacia la luz, incluso sin entender demasiado de qué va, y entonces el cerebro le dirá a la mano que le diga a los dedos que escriban. Eso que aparece en forma difusa, que se insinúa y se esconde, la mayoría de las veces sin magia alguna, deberá tocarse al menos con la punta de los dedos antes de que sea demasiado tarde. 

Como un desafío habrá que atraparlo, aferrarse, decir. 


Posfacio con deudas

No sé cómo empezar esto pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador. “Escúcheme don Juan –decía el cajero–, la verdad es que cuando hablo con usted salen cositas…”. Se hablaba de comprar muy barato un hotel alojamiento por parte del cajero y de su invisible interlocutor. Hotel alojamiento aparte, lo importante era el cajero hablado. No existen los poetas, existen los hablados por la poesía. 

Cuando uno llama por teléfono al médico que se fue a Mar del Plata, una cinta magnética responde: “Esto es una grabación.” Pues bien, así como eso es una grabación, lo que estoy escribiendo no es una justificación, es un agradecimiento, un hablar de deudas.

En realidad no es obligatorio leer lo que estoy escribiendo. Nadie espere una explicación de este libro. Simplemente quiero agradecer y de paso…Pero por’ai, y ese es el riesgo, lo que está adelante puede ser interpretado como el prólogo de esto, es decir que este es el fondo de la cosa, el fondo de la casa de mi infancia en Paraná entre durazneros, mandarinos, yuyos, ortigas y gatos vagos, negros, barcinos y atigrados.

Mi agradecimiento es para la gente que habla, para la gente que se mueve, mira, ríe, gesticula…para la gente que constantemente me está enviando esos mensajes fuera de contexto, esos mensajes que escapan de la convención de la vida lineal y alienada.

Las conversaciones de borrachos son a veces obras maestras del sinsentido, del puro juego de los significantes. Mi agradecimiento también. La música es un lenguaje de puros significantes, es el gran arte. Y yo me muero de envidia, porque en realidad soy un músico fracasado. Pero la música, en especial el jazz moderno en permanente evolución, ha sido y es lo único que me ha enseñado la verdadera estética operativa.

Macedonio Fernández me ayudó a redescubrir ese mundo que yo quería olvidar tal vez para poder trepar mejor…Un buen día me encontré en Buenos Aires con que quería irme a Europa…Evidentemente estaba a un pelo de ser porteño. Pero no me fui a Europa, ni creo que me vaya nunca. No señor, ni beca ni vaca, me quedo aquí.

Macedonio Fernández me hizo comprender que las reuniones de argentinos, incluso en Buenos Aires, son largas ruedas de mate, donde uno charla, se ríe y se pone triste…Que esas reuniones son verdaderas fiestas de lenguaje.  Yo me he reído con estos (¿mis?) poemas, y por momentos dejé de reír. Pero eso es cosa mía. No sé si pasa algo. Gracias, Macedonio, de todos modos, por atajarme y explicar, es decir por hablar de lo que se es hablado.

Todo lo que digo puede parecer muy racionalista, pero en realidad soy entrerriano primero, después tucumano y salteño. Mis amigos de aquí me acusan de franchute. Realmente no sé qué decir. La verdad, y eso no lo discute nadie, es que nací en la década del veinte, mitad más o menos, es decir que estoy más lejos del nacimiento que de su antípoda.  No tengo nada que ver con el populismo ni con la filosofía derrotista del tango. Soy entrerriano, medio tucumano y salteño, en Buenos Aires. Una especie de “entrerriano, etc., etc., hasta la muerte” que vive en Buenos Aires, así como hay “argentinos hasta la muerte” que viven en París. En fin, ¡no hay belga que valga!

Hablar de la humanidad en abstracto me parece el colmo de la pedantería, paternalismo y solemnidad (las cosas que odio más). El hombre es para mí mis amigas y amigos, presentes,  pasados y futuros, y también mis enemigos. No soy místico, no quiero salvar a nadie, sólo quiero.

Soy ateo, como Dorotea y Timoteo. Prefiero el Libro de los Muertos, egipcio, y el Gilgamesh, asirio, llenos de palabras que evocan hombres como mis amigas y amigos, y no el libro de cabecera de los poetas y los capitalistas norteamericanos. No creo en la poesía cantada ni recitada. (No creo en el café concert para desculpabilizar empresarios izquierdistas.)

La poesía debe leerse. La única poesía que no se lee es la de los actos y las palabras que no se proponen ser poéticas. En fin, el lenguaje es para mí la única realidad. Esto no es ninguna novedad, es una simple afirmación. Si la realidad está en alguna parte, está en el lenguaje.

La primera tarea del hablado por la poesía ha sido nombrar las cosas, las cosas que no son las cosas sin las palabras. Pienso que el realmente hablado por la poesía es el que sigue y seguirá nombrando las cosas, es decir cambiándolas, transformándolas continuamente. La poesía es renovación, subversión permanente.

Insisto en que no hay poetas, hay simples vectores de poesía.

En un verano de cuarenta y cuatro grados en un pueblo de Santiago del Estero me acordé de los que se dicen poetas cuando vi en una canilla reseca unas moscas que hubieran dado todo por una gota de agua. Así es, los llamados poetas se disputan las canillas, pero el agua no les pertenece, ni la tierra, ni el aire, ni nada. ¡Hay que conformarse nada menos que con las palabras!

No creo en los géneros literarios. Cada persona tiene su propio discurso permanente, un río perenne y subterráneo que constantemente amenaza desbordarse. La mayoría de la gente le pone diques, pero así y todo a veces su rumor se escucha. La prosa es poesía o nada. Entre la escritura que llena toda la página y la que no la llena hay sólo una diferencia de escandido, de tempo, de períodos. Es un poco, pero muy a grandes rasgos, la diferencia entre la música sinfónica y la de cámara.

En suma, las fuentes de la poesía están en la infracción constante de la convención que nos vendieron como realidad. En todo lo gratuito, en el amor, en el lenguaje de los chicos, en las conversaciones sin límite de tiempo (...¡tómese otro mate!), en las situaciones límite en que los discursos de los otros movilizan enérgicamente el discurso de uno y viceversa.

Ricardo Zelarayán (1922-2010) De: La obsesión del espacio (Poesía, 1973, 1997)


La otra belleza


Y la serpiente le dijo a Eva: 
eritis sicut dii scientes bonum et malum
(Génesis. 3-5)


Temo a las formas más simples de estar en el mundo: pensar sin accionar, accionar sin pensar. Son las formas del hombre moderno. El que vive clavado a su pensamiento no se mueve, ni el autómata se detiene a reflexionar. 

La realidad, sí, la realidad:
un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo
(Olga Orozco)

No hay deseo sin acción sobre la realidad. No hay astucia en las pequeñas venganzas cotidianas. No alcanza con sacar la basura a deshora, no alcanza con comerse todo el pan; no sirve dejar de cambiarle las piedras a los gatos para que la casa huela a mierda por un tiempo.  La vida no se trata de esas acciones banales y pequeñas, es necesario anteponer lo personal frente a la acción totalizadora de lo igual; vivir no alcanza para existir, es poco para estar en el mundo. 

Un pensar y un actuar propios, que nos aparten de la masa social ciega y decadente, que nos mantengan a salvo de la espectacularización para que no nos manche con su pornográfica transparencia; porque el deseo, la deriva, los intersticios, las sombras son la vida verdadera.


...
 A veces
un leve crujido entre dos piedras,
un grito lejano, un temblor en el aire,
sobresaltan tu sueño. Tu pensamiento
es de sospechas.
¿Crees que el mundo se está desmoronando
por sus bordes
y está cayendo en el mar?
¿Crees que ya todo está destruido
y esta casa flota en el espacio buscando un lugar
donde posarse?

Esta casa, Asterión, es como el águila
que cruza el cielo: ha nacido
del propio deseo de navegación del infinito.
Los cretenses temen esta construcción, la evitan,
dicen, aunque no me consta: ¿no hubiera sido más simple
encerrarlo en una cueva tapiada
o entre cuatro paredes con un perro carcelero?

El Rey pudo haberte asesinado, Asterión,
y arrojarte a los extramuros donde las aves de rapiña
y los cerdos
se disputan los animales muertos.

Te exiliaron aquí como una advertencia.
Eres más que la memoria de su vergüenza:
en ti se cumplió la más honda biología, el deseo
que se realiza como en el sueño
donde lo atroz es una feliz inconsciencia.
En ti está la otra belleza,
la que encendió a tu madre,
la que podría desordenar el mundo.

El otro Asterión. Fragmento (José Watanabe)


El demonio de la analogía

 


...
No hallarás sitios nuevos, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Darás vueltas por las mismas
calles. Envejecerás en los mismos barrios,
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otra parte —no lo esperes—
no hay barco para ti, no hay camino.
Al arruinar tu vida aquí, en este pequeño rincón,
en toda la tierra la arruinaste.

Constantino Kavafis. La ciudad (Fragmento)


Como dijera Fernando Pessoa, por esta vez prescindiré de la cobardía del ejemplo. Pero sí quiero decir que para un creador el realismo es solo la base del arte. En ella puede eventualmente organizar su estrategia, de ahí un espiral ascendente rico en transmutaciones, infinitas abstracciones e intercambios que no tienen por qué tener un origen en las emociones del creador, aunque algunas veces ocurra, aunque la expresión sea siempre personal, lo que es decir, subjetiva. Lo que no le impedirá, en absoluto, rastrear el mito, eternizar la propia búsqueda, seguir incansablemente detrás del oso blanco.

El ojo de la foca -mi amuleto- me llevará hasta el oso blanco.
¿Hay algo más bello que perseguir al oso blanco en el océano blanco?
Hace muchos sueños que sigo sus rastros, estas pisadas
en la nieve que el viento borra y no llevan a ninguna parte;
y los ojos, de tanto mirar, ya han dejado de ver.
Pero a veces, en la inmensa blancura, he creído escuchar
una especie de lamento,
un bostezo no parecido al de ninguna otra criatura viviente.
...

Horacio Castillo. Fragmento del poema Alaska

Un desmembramiento, o al menos varias dislocaciones y comenzará la acción; la destrucción de lo real que Juan José Saer menciona en varias entrevistas y textos literarios, cuando piensa en el rechazo de las categorías formales que, desde niños, nos permiten concebir el mundo como una entidad racionalista y causal. 

Eso y no otra cosa es la creación.

Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles. Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no son sólo de mercancías, son también de palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se abre y se cierra con imágenes de ciudades felices que cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en ciudades infelices.

Italo Calvino about Invisible cities. 1983. Conferencia en la Universidad de Columbia.



Anastasia

Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada por cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces —así cuentan— invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.

Italo Calvino. De Las ciudades invisibles.

Invitación



Ma di, con quanti denti questo amor ti morde

Dante Alighieri. 
Divina Commedia 
(Paradiso Canto XXVI)


En este mundo nuestro existen escritores que sin proponérselo nos enseñan que el discurso social berreta y hegemónico nunca debería formar parte de la poesía. Son seres que se nos cruzan en el camino sin ninguna otra intención más que decirse a sí mismos, liberarse del pasado, cicatrizar; entienden que la vida es un don metido en una caja llena de oscuridad; intentan, desesperación mediando, hacer algo con ella. Lo que es decir, transformarla. Así nos transforman, así la realidad es solo el comienzo, así sus voces se hacen voces colectivas. No nos ven, eso es obvio, a veces no nos miran siquiera, no tienen otro propósito que sanar.

Satán dice

Estoy encerrada en una cajita de cedro
que tiene un cuadro de pastores pegado
sobre el panel central, tallado a los lados.
La caja se sostiene sobre unas patas curvas.
Tiene un cerrojo dorado con forma de corazón
pero ninguna llave. Escribo para salir 
de la caja cerrada,
que huele a cedro. Satán
viene a mí en la caja cerrada
y dice: te dejaré salir. Di
Mi padre es una mierda. Digo
que mi padre es una mierda y Satán
se ríe y dice: Se está abriendo.
Di que tu madre es una puta.
Mi madre es una puta. Algo
se abre y se rompe cuando lo digo.
Mi espalda se endereza en la caja de cedro
como la espalda rosada de la bailarina de plástico
con un ojo de rubí que está descansando a mi lado
sobre el satén de la caja de cedro.
Di mierda, di muerte, di al carajo con el padre,
me dice Satán al oído.
El dolor del pasado encerrado zumba
en la caja infantil que está sobre la cómoda, bajo
el ojo terrible del estanque,
con rosas grabadas alrededor, donde
el odio hacia mí misma se miraba en la pena.
Mierda. Muerte. Al carajo con el padre.
Algo se abre. Satán dice:
¿No te sientes mucho mejor?
La luz parece quebrarse sobre el delicado
botón de edelweiss, tallado en madera de dos tonos.
También lo quiero, sabes
le digo al oscuro Satán
en la caja cerrada. Los amo, pero
estoy tratando de decir lo que nos ocurrió
en el pasado perdido. Seguro, dice él
y sonríe, seguro. Ahora di: tortura.
Veo, en la oscuridad impregnada de cedro,
que se abre el borde de la gran bisagra.
Di: la verga del padre, la concha
de la madre, dice Satán. Te dejaré salir.
El ángulo de la bisagra se ensancha
hasta que veo el contorno de la época
antes de que yo fuera, cuando ellos se
abrazaban en la cama. Cuando digo
las palabras mágicas, verga, concha
Satán dice suavemente: sal
Pero el aire que rodea la abertura
es pesado y denso como un humo ardiente.
Entra, dice, y siento su voz
que respira por la abertura.
La salida es a través de la boca de Satán.
Entra en mi boca, me dice, ya estás allí en realidad.
Y la enorme bisagra
empieza a cerrarse. Oh no, también
los amé!. Afirmo el cuerpo, lo tenso dentro 
de la casa de cedro.
Satán sale aspirado por el ojo de la cerradura.
Me deja encerrada en la caja, sella
el cerrojo con forma de corazón con la cera de su lengua.
Ahora es tu ataúd, dice Satán.
Apenas lo escucho;
me caliento las
manos frías en el ojo de rubí
de la bailarina-
El fuego, el súbito descubrimiento de lo que es el amor.

Sharon Olds de Satán dice. 1979. Editorial Igitur.



Satan says

I am locked in a little cedar box
with a picture of shepherds pasted onto
the central panel between carvings.
The box stands on curved legs.
It has a gold, heart-shaped lock
and no key. I am trying to write my
way out of the closed box
redolent of cedar. Satan
comes to me in the locked box
and says, I’ll get you out. Say
My father is a shit. I say
my father is a shit and Satan
laughs and says, It’s opening.
Say your mother is a pimp.
My mother is a pimp. Something
opens and breaks when I say that.
My spine uncurls in the cedar box
like the pink back of the ballerina pin
with a ruby eye, resting beside me on
satin in the cedar box.
Say shit, say death, say fuck the father,
Satan says, down my ear.
The pain of the locked past buzzes
in the child’s box on her bureau, under
the terrible round pond eye
etched around with roses, where
self-loathing gazed at sorrow.
Shit. Death. Fuck the father.
Something opens. Satan says
Don’t you feel a lot better?
Light seems to break on the delicate
edelweiss pin, carved in two
colors of wood. I love him too,
you know, I say to Satan dark
in the locked box. I love them but
I’m trying to say what happened to us
in the lost past. Of course, he says
and smiles, of course. Now say: torture.
I see, through blackness soaked in cedar,
the edge of a large hinge open.
Say: the father’s cock, the mother’s
cunt, says Satan, I’ll get you out.
The angle of the hinge widens
until I see the outlines of
the time before I was, when they were
locked in the bed. When I say
the magic words, Cock, Cunt,
Satan softly says, Come out.
But the air around the opening
is heavy and thick as hot smoke.
Come in, he says, and I feel his voice
breathing from the opening.
The exit is through Satan’s mouth.
Come in my mouth, he says, you’re there
already, and the huge hinge
begins to close. Oh no, I loved
them, too. I brace
my body tight
in the cedar house.
Satan sucks himself out the keyhole.
I’m left locked in the box, he seals
the heart-shaped lock with the wax of his tongue.
It’s your coffin now, Satan says.
I hardly hear;
I am warming my cold
hands at the dancer’s
ruby eye—
the fire, the suddenly discovered knowledge of love.


Sharon Olds, "Satan Says" from Satan Says.  Copyright © 1980 by Sharon Olds.  All rights are controlled by the University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, PA 15260. Used by replay permission of the University of Pittsburgh Press.
Source: Satan Says (University of Pittsburgh Press, 1980)

El sentido de la rebeldía

I renounce God! I renounce him! 
And all you hypocrites who feed off him!. 
If my beloved burns in hell so shall I. 
I, Dracula, voivode of Transylvania shall arise from my own death, 
to avenge hers with all the powers of darkness.

(Bram Stoker´s Dracula 1992)


Las crónicas de la época dicen que Albert Camus era un extranjero. Un ateo, a quien el mensaje cristiano le fue completamente ajeno aun desde la infancia; pese a los intentos de un entorno opresivo y evangelizador. Un hombre de su época, aunque sincero, lúcido y sensible. Tanto, que sintió y expresó como pocos la angustia de vivir en nuestro mundo, reconociendo en su propia carne la ansiedad de ser un solitario en medio de la masa humana desbordante. Preocuparse, ensayar, pensar en la rebeldía no deja de ser una acción profundamente combativa. Camus escribió para salvarse -y así nos salva- de la amargura.

Muchas veces me pregunto qué pensaría si viviera hoy entre nosotros.

Igual que Baudelaire en la ciudad que deviene moderna ante sus ojos, vivió el horror de descubrir que nada existe sobre el hombre, que nada nos guía y nada se nos impone. Libres de ataduras, emancipados de una superstición de siglos, nuestro es el reino, nuestro el poder y la gloria. Y la responsabilidad. 

Porque sin dios mediador no todo está permitido.

El hombre rebelde y absurdo de Camus conoce sus límites, no elude la finitud, se niega a adorar. Muchas veces dice no, recalcula, apuesta por la libertad y la justifica. Respeta, porque trata de conocer esos límites, y los habita como lo que son: el intersticio húmedo y ciego entre dos espacios apenas cognoscibles. Nosotros, simples mortales, nos quedaremos sólo con el crédito de poder darle un sentido propio a tantas buenas ideas ajenas. 

Después de todo, no importa lo que sea la vida sino la forma en que elegimos atravesarla.

Es cierto que tal vez solo seamos actores revolcándonos en un escenario polvoriento, justo ahora que en el ambiente hay un sosiego mortal y acomodaticio. Pero podríamos aprovechar para ser un poco menos pobres, un poco menos miserables que los actores de Shakespeare y, sin dejar de debatirnos entre contradicciones eternas, embarcarnos febrilmente en esta aventura. Porque seguramente cuando Sir William pensó en sus actores languideciendo como aburridas llamas no pensó en tipos como Albert Camus.
   

ya podéis considerarme un hijo dilecto: 
uno más de los que cerraron su oído al motín, 
y el corazón a la aventura.

        En el muslo de dios

        En el muslo del dios, de padre libidinoso
        como todos los padres y madre, ay, fulminada
        me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
        a este lugar secreto donde estoy a cubierto
        de toda duda, de los que exigen la prueba
        que nadie puede resistir –lo patente– y se exponen
        al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
        de los que un día me despedazaron y cocieron
        mis miembros en un caldero o, según otros,
        –y es lo que yo creo– me condenaron al polvo?
        De todos modos no podían contra mí, contra
        este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó 
       y guardó a expensas del cual ha sido reconstituido
        mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
        que permaneció tres días en la profundidad del infierno
        –mi alma, que la muerte no pudo corromper
        y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad
.
        Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
        no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
        el misterio de la planta que nace de la ceniza
        y crece y se expande y ofrenda al Universo
        una nueva savia: gozo, no expiación.
        ¡Santa luz del día y torbellino celeste
        de una nube viajera: danzo, luego soy!
        Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
        salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
        grita conmigo, el grito que te hará nacer.
        Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en vino,
        bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
        y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
        y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
        A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
        el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
        tomad y comed, éste es mi cuerpo,
        tomad y bebed, ésta es mi sangre.
        Ya está en llamas la perfumada cabellera,
        arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
        se convierten en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
        y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
        Tomad y comed, éste es mi cuerpo
        tomad y bebed, ésta es mi sangre
        y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
        ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
        sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.

        Horacio Castillo de: Cendra. Ediciones del Copista. 2000.

La ética de los insatisfechos



Conversion, software version 7.0.
Looking at life through the eyes of a tired hub.
Eating seeds as a pastime activity,
the toxicity of our city.

Toxicity (System of a down)


La libertad puede ser solo si se la conquista.
Clarice Lispector

Aquí, en esta época de omnipotentes y narcisistas, donde caminamos hacia la destrucción última como zombies: ciegos, desnutridos, faltos de imaginación. Aquí donde vivimos atados indefectiblemente al flujo del capital, a una materialidad excesiva, tan mercantilista como siniestra, una materialidad en el peor sentido que puede atesorar esa palabra: su sentido vulgar, su sentido en relación al consumo. Aquí donde incluso el tiempo extraeconómico deberá ser pensado como mercancía para que funcione, para que no lo lamentemos perdido, los cuerpos aún se comunican. 

En esa comunicación, en esa irrupción inesperada del otro, en ese choque de cuerpos, fluye lo no dicho, aquello que puede acompañar e incluso contradecir la palabra. Porque a contracorriente de la voluntad de orden social somos en realidad entropía, desorden, caos. 

La incertidumbre es el camino, y esa incertidumbre, ese ver borroso, esa vacilación, son parte de una ética que provoca angustia. Una ética alejada de la tranquilidad, de la pasividad del conformismo burgués; una ética que nada tiene que ver con el consumo: la ética de la insatisfacción, tan viva, tan flexible, tan cercana al pensamiento crítico.

Sin embargo, en oposición a lo que quieren imponernos día tras día la maquinaria social y el sentido común, estamos los que pensamos que la angustia no es patológica. Quite the contrary. No debe callarse jamás.

La angustia tiene una función virtuosa: es una brújula mental que nos empuja a movernos, que nos impulsa a pensar, a reformular acciones y actitudes. La angustia nos mantiene alerta y en movimiento. 

Y el movimiento es vida. 


El otro Asterión

Es joven y dice llamarse Teseo,
blande su espada refulgente alrededor de ti.
Vino creyendo encontrar una fiera,
ahora sabe que no lo eres.
Mirando tu danza de esquivamientos
comparte contigo la razón peligrosa:
la vida depende de una falla en la cadencia.

El traspié ha sido tuyo, Asterión:
la espada ha entrado ciegamente en tus entrañas:
qué verdadero es el metal en la blandura de un cuerpo,
y tu frente hirsuta
y tus agudas astas
caen ante este muchacho que te confiesa temblando
que tú eres su primer muerto.

Míralo irse, tan apremiado por la gloria que lo espera.
Se va ovillando el hilo que fue tendiendo al entrar.
Él no es de los audaces que se echan al camino ignoto
sin la certeza de volver.
No quiso la incertidumbre.
El hilo que lo guía hacia la salida
hace mediocre su brillante aventura.

Tú te quedas como un derrumbe de piedras
y una debilidad infinita, casi placentera.

José Watanabe. El otro Asterión (fragmento) en Banderas detrás de la niebla. Editorial Pre-textos (2006)



Máscara y fantasma


El ser humano es esta noche, esta nada 
vacía, que lo contiene todo
en su simplicidad: riqueza inagotable
de infinitas representaciones, de imágenes,
ninguna de las cuales llega precisamente a su espíritu o,
más bien, no están en él como realmente presentes. Se vislumbra
esta noche cuando uno mira
a los seres humanos a los ojos, se hunde la mirada 
en una noche que se vuelve terrible.

Georg Friedrich Hegel

Estamos unidos al misterio del otro. Por el dolor, las equivocaciones, los enojos, por esa fragancia indeleble de cosa viva y a la vez muerta que exhalamos, por cada desacomodo existencial que nos ocurre. 

Como una tentativa de contacto, cada evento errático nos une más. 

Aunque vivamos nadando en la penosa fantasía narcisista del control y la completitud, no hay más extraño que uno. No nos conocemos, no nos somos suficientes. Es la presencia del otro una invitación; su imagen, un vampiro al acecho, un agobio, insoportable en su reiteración, que irrumpe, que termina por frecuentarnos. 

Porque somos (irreversiblemente) espíritus trágicos; y un espíritu trágico es contradicción, camina entre el y el noNo se detiene, aunque parezca inmóvil. 


 ...Ya no basta decir, a fuer de todos los poetas, que los espejos se asemejan a un agua. Tampoco basta dar por absoluta esa hipótesis y suponer, como cualquier Huidobro, que de los espejos sopla frescura o que los pájaros sedientos los beben y queda hueco el marco. Hemos de rebasar tales juegos. Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente: hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país (donde hay figuraciones y colores, pero regidos de inamovible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que un simulacro que obliteran las noches y que las vislumbres permiten.

Jorge Luis Borges (1925)

 Axolotl

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos. 

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro.

Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

Julio Cortázar en Final de juego ed: Los presentes (1956).


Coexistir con la noche

Una vez el rey Sísifo puso grilletes en los pies del dios Tánatos y nadie murió en la tierra durante algún tiempo. Por supuesto que eso enfureció a los dioses. Ares, quien tomó cartas en el asunto de inmediato, lo liberó de su inmovilidad y restableció el equilibrio perdido. Lo cierto es que Sísifo logró desafiar a los dioses, por eso fue condenado a la ceguera perpetua y a empujar una enorme piedra hasta la cima de una montaña solo para verla caer una y otra y otra vez.

Ahora bien, la filosofía asegura que, contrario a lo que nos diría el sentido común, Sísifo logra experimentar la libertad, lo hace durante breves instantes, es cierto, y solo en los intersticios. Es decir, en los momentos en los cuales está llegando a la cima, antes de bajar a recoger nuevamente la piedra para volver a empezar. En conclusión, la filosofía nos propone coexistir con la noche, aceptar la angustia de habitar un mundo absurdo. 

Para Albert Camus, por ejemplo, el hombre cuya sensibilidad es absurda es aquel que está consciente de su situación y aun así no piensa en el suicidio. En definitiva, el hombre absurdo es aquel que acepta la realidad que lo contiene. Si un condenado se resignara a su realidad, la monumental tarea que deberá cumplir día tras día se le tornará desesperanzadora, su corazón se volverá melancólico y frágil, también lleno de rencor. 

Como respuesta a la adversidad habría que imaginar a Sísifo feliz. 

Muy lejos de la resignación, si aceptamos la realidad tal vez tengamos una chance de apropiarnos de nuestro destino y de la piedra cuyo peso habremos de cargar -es decir, soportar- a diario. Esa y no otra es la victoria absurda que Camus propone en su ensayo de 1942, conocido como El mito de Sísifo (Le mythe de Sisyphe).

La otra opción es el suicidio.

Camus era un pesimista pro-activo. Estaba convencido de que tenemos que aceptar el absurdo, porque somos absurdo, el mundo es absurdo, lo que es decir, puro azar, y que la mera lucha por alcanzar la cumbre debería bastar para hacernos felices. El después no importa demasiado. 

Tal vez todo se trate de tener el valor de raspar un poco la pintura de la superficie. Aceptar que nuestras vidas son, de hecho, insignificantes y solo tienen el valor que nosotros mismos les asignamos. Una medida puramente ilusoria, por supuesto. La realidad es que, una vez despojado del vulgar maquillaje del romanticismo, el mundo es un lugar extraño y aberrante, para nada amigable. 

El mal existe, sin dudas. Proviene de la ambición y la ignorancia humanas, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tanto desastre como la maldad más pura. La obtención de La Verdad es imposible porque en el fondo de la cuestión no hay fundamento, y el uso de la razón, la tecnología y  toda la ciencia aun no han podido explicar el universo.

Gran conocedor de Franz Kafka, disidente, reacio, vilipendiado por muchos de sus contemporáneos, Albert Camus aseguraba que hay que luchar sin ponerse de rodillas, porque únicamente el hombre rebelde será capaz de construir una ética por fuera del abrazo de Dios, sin caer al averno del nihilismo, minimizando todo lo posible el mal, pero sobre todo afirmando la vida. Casi la única posibilidad que nos queda. 


Niños en el camino vecinal

Oía pasar los carros ante la verja del jardín. A ratos también los veía por entre los resquicios suavemente agitados del follaje. ¡Cómo crujía la madera de sus rayos y lanzas aquél cálido verano! Eran labradores que volvían del campo y se reían que era una vergüenza.

Sentado, en nuestro pequeño columpio, yo descansaba entre los árboles en el jardín de mis padres. Ante la verja el tráfago no cesaba. 

Acababan de pasar unos niños a la carrera, carretas de cereales con hombres y mujeres sentados encima y alrededor de las gavillas oscurecían los arriates de flores. Al caer la tarde, vi a un señor paseando con un bastón, y a unas chiquillas que, tomadas del brazo, salieron a su encuentro, lo saludaron y se metieron entre la hierba del costado. 

Como salpicaduras de un chorro, unos pájaros alzaron luego el vuelo. Los seguí con la mirada, los vi subir de un tirón hasta que ya no creí que ellos subían sino que yo caía y, aferrándome con fuerza a las cuerdas, empecé por inercia a columpiarme un poco. 

Pronto me columpié con más fuerza, cuando el aire ya soplaba más fresco, y en vez de los pájaros en vuelo aparecieron unas estrellas temblorosas. A la luz de una vela me sirvieron la cena. 

A ratos apoyaba ambos brazos sobre el tablero de madera, y ya cansado mordisqueaba mi pan con mantequilla. Las cortinas profusamente caladas se hinchaban con el viento cálido, y a veces alguien que pasaba por afuera las sujetaba con sus manos si quería verme mejor y hablar conmigo. 

En general, la vela se apagaba pronto y en el humo oscuro del pabilo seguía evolucionando un rato el enjambre de mosquitos. Si alguien me interrogaba desde la ventana, yo me quedaba mirándolo como si mirase las montañas o el aire, y la verdad es que a él tampoco le importaba mucho la respuesta.

Pero si alguno saltaba sobre el alfeizar de la ventana, y me enunciaba que los otros ya estaban frente a la casa, me ponía de pie suspirando. 

Oye, ¿por qué suspiras? ¿Qué ha pasado? ¿Alguna desgracia irreversible? ¿Jamás podremos recuperarnos? ¿Está todo perdido?...
¡Qué bien, por fin, estáis aquí! Tú siempre llegas demasiado tarde 
¿Qué yo llego demasiado tarde? 
Pues sí, tú, quédate en casa si no quieres venir con nosotros. Nada de miramientos. 
¡Cómo que nada de miramientos! ¿De qué estás hablando?

Desfondamos el atardecer con la cabeza, ya no hubo día ni noche. Ahora los botones de nuestros chalecos se entrechocaban unos contra otros como dientes. Ahora corríamos manteniendo intervalos siempre iguales con fuego en la boca, como animales de los trópicos. 

Cual coraceros de antiguas guerras, pisando fuerte y levantando mucho las piernas, bajamos por la callejuela empujándonos unos a otros y con este impulso en las piernas subimos luego por el camino vecinal. 

Algunos se metieron en la cuneta; apenas habían desaparecido entre el sombrío talud cuando volvieron a surgir como forasteros allá arriba, en el sendero, y se quedaron mirándonos. 

¡Venga! ¡Bajad! 
¡Subid primero vosotros! 
¿Para qué nos tiréis abajo? Ni pensarlo ¡tan tontos no somos! 
¡Tan cobardes querrás decir! ¡Vamos, subid!
¿De veras? ¿Vosotros? ¿Nos queréis tirar abajo precisamente vosotros? Eso habría que verlo.

Partimos al asalto, recibimos golpes en el pecho y nos dejamos caer gustosos entre la hierba del talud, descansamos sobre ella. Todo estaba uniformemente templado, no sentíamos calor ni frío en la hierba, solo cansancio.

Al girarse sobre el costado derecho, con la mano bajo la cabeza, a uno le entraban ganas de dormir, aunque al punto quería incorporarse una vez más con la barbilla en alto para caer, eso sí, en una cuneta más profunda. 

Luego, con el brazo cruzado sobre el pecho y las piernas oblicuas uno deseaba lanzarse al aire y caer en otra cuneta más profunda todavía para ya no parar nunca. 

Cómo nos estiraríamos del todo, en especial para dormir, cuando estuviéramos en la última cuneta. Era algo en lo que no pensábamos al yacer allí, de espaldas, como enfermos dispuestos a llorar. 

Parpadeábamos cuando alguno de los chicos, pegando los codos a las caderas, saltaba sobre nosotros del talud al camino con sus suelas oscuras. Ya veíamos la luna a cierta altura. Bajo su luz pasó un coche correo. 

Por todas partes se elevó una suave brisa que también sentíamos y muy cerca del bosque empezó a susurrar. Nadie sentía ya muchas ganas de estar solo. 
¿Dónde estáis? ¡Venid! ¡todos juntos! Oye, ¿Por qué te escondes? ¡Déjate de tonterías! ¿No sabéis que ya ha pasado el correo?
¿Qué dices? ¿Ya ha pasado?
Claro que sí. Pasó mientras dormías
¿Dormir yo? ¿Qué va?
Calla, calla, que aún se te nota. Venga, hombre, ¡venid!

Echamos a correr más apretados, algunos se daban la mano. La cabeza no podíamos llevarla muy erguida porque íbamos cuesta abajo. Alguien lanzó un grito de guerra indio. 

Un ansia de galopar se apoderó como nunca de nuestras piernas y a cada salto el viento nos izaba por las caderas. Nada habría podido detenernos, nuestro impulso era tan fuerte que incluso al adelantar a alguien podíamos cruzar los brazos y girar tranquilos alrededor.

Nos detuvimos sobre el puente del torrente. Los que habían ido más lejos regresaron. El agua, abajo, golpeaba contra las piedras y raíces como si no fuera ya noche cerrada. No había ninguna razón para que alguno no saltara sobre el parapeto del puente.

Detrás de unos arbustos, a lo lejos, se oía un tren. Todos los compartimientos estaban iluminados y seguro habrían cerrado las ventanillas. Uno de nosotros entonó una canción callejera, pero todos queríamos cantar. Nuestro canto era mucho más rápido que el paso del tren, balanceábamos los brazos porque la voz no bastaba y con nuestras voces nos fuimos metiendo en un enredo en el que nos sentimos bien. 

Cuando uno mezcla su voz con otras queda como prisionero de un anzuelo. Así cantábamos de espaldas al bosque hacia los oídos de los remotos viajeros. Los mayores aún estaban despiertos. En la aldea, las madres preparaban las camas para la noche. Ya era la hora, besé al que estaba a mi lado, a los tres que estaban más lejos solo les tendí la mano y emprendí el camino de regreso.

Nadie me llamó. En la primera encrucijada, donde ya no podían verme, di media vuelta y siguiendo unos senderos corrí de nuevo hacia el bosque. Quería llegar a esa ciudad del sur de la que se decía en nuestra aldea: 

No os imagináis qué gente hay allí, si es que no duermen. 
¿Y eso por qué? 
Porque no se cansan. 
¿Y eso por qué? 
Porque son necios. 
¿Y los necios no se cansan? 
¿Cómo podrían cansarse los necios?


Franz Kafka. De: Contemplación. 1913



Una mirada otra


Mi lengua materna golpea
la frase
en el muro de la prisión.

Déjame, madre, que transmita
las voces
que aúllan al caer como cascadas.


(John Berger. Páginas de la herida)


 
La mirada es una zona interior donde sedimentan las experiencias reales y las imaginarias. De algún modo esto significa que está cargada de condicionantes. Tal vez por eso no deberíamos consentir jamás la prostitución de la belleza. La belleza está en la mirada, no encaja en ningún molde, no puede ser dicha por otro.

Lo que sabemos, aquello que creemos, todo lo inserto en nuestras psiquis desde la más temprana edad, incluso la memoria colectiva, así como nuestras experiencias personales posteriores a la niñez afectan el cómo vemos.

De este modo, la mirada debe entenderse como un soporte básico y a la vez constitutivo de la subjetividad humana. Ahora bien, mirar es un acto voluntario, una elección. Mirar es elegir, aunque nos exijan transparencia, aunque nuestra subjetividad esté irremediablemente domesticada, aunque día tras día vivamos inmersos en un infierno de lo igual, en el goce idiota de la repetición. 

No apunto con la mano, aquel que apunta con la mano ha olvidado el rostro de su padre. Apunto con el ojo.

No disparo con la mano, aquel que dispara con la mano, ha olvidado el rostro de su padre. Disparo con la mente.

(Stephen King. The dark tower)

En este contexto lo único realmente importante es cómo vemos las cosas, porque mirar es detenerse en lo que nos interesa para observarlo en detalle. Así, como buena mediadora de la expresión y de la comunicación efectiva, la mirada transforma expresión y comunicación y lo hace en base a un complejo mecanismo de observaciones, creencias y experiencias previas. 

En la Edad Media, cuando la gente creía en la existencia física del Infierno, la observación del fuego seguramente debió haber significado algo muy distinto de lo que significa para nosotros hoy. No obstante, su idea del Infierno debía mucho a la visión del fuego que se consume y a las cenizas que permanecen, así como a su experiencia del dolor de las quemaduras. 
Cuando se ama, la observación del ser amado tiene un carácter de absoluto que ninguna palabra, que ningún abrazo puede igualar: un carácter de absoluto que solo el acto de hacer el amor puede igualar aunque sea temporalmente.

(John Berger. Modos de ver)

En definitiva, toda imagen involucra también un modo de ver. La mirada transforma el arte, puede ser una entidad autárquica, al mismo tiempo que describe aquello que observa, se inscribe reflexivamente en ese marco, se fusiona con el paisaje que destaca.

El momento estético ofrece una esperanza porque al vivir la belleza de un cuadro o de una flor nos sentimos menos solos, insertos en una experiencia mucho más profunda de lo que el aislamiento nos haría pensar.

La mantis

Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.

Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido
a un macho
           vacío.

La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
                       y dispuesta.

Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula
                                                a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.

Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta
                                                   del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra
                de agradecimiento.

José Watanabe (1946-2007) de: El uso de la palabra. 1988