Moscas en la canilla




[...] La poesía
consiste en devorar el amor, el tiempo, encontrarse, de golpe, una mañana,
con la vida y la muerte tiradas sobre la mesa
como los restos de una comida que nadie, después de una noche larga, levantó.

(Juan José Saer)

Es una trampa bastante fácil para el ego pensar que los actores, los poetas, los escritores hemos sido escogidos, que estamos dotados de una sensibilidad distinta, que no podemos comportarnos como auténticos idiotas, solo porque decidimos que esa imagen nos disgusta. Fuimos cómplices de esta ilusión del ego, lo permitimos; miramos con horror a quienes no se comportaron como elegidos y eso es, como mínimo, una falta de responsabilidad. Es no hacerse cargo de nuestra humanidad crónica. 

Es difícil arrancar algunas máscaras, sobre todo cuando no se perciben con exactitud los límites entre la máscara y el rostro, suponiendo que exista debajo algún rostro "verdadero". No es extraño descubrir que la mayoría de las veces los lectores se enamoran de la biografía antes que de la obra de un autor. Tal vez sea por eso que tantas personas quieren ser escritores.

Sin embargo, con la presión suficiente el tejido se desgarra y vemos más allá. En mi opinión, pisar con los pies desnudos los restos de una botella de cerveza rota no admite romanticismo. Morir a causa de una hemorragia gástrica, nadando en medio de un descomunal charco de sangre y vómito, menos. La imagen del poeta tambaleante con el vaso de whisky en la mano está, definitivamente, en revisión.

Esa irradiación, luminosa de romanticismo, que proyecta un escritor es tan pintoresca como superficial.

Ahora bien. En cierto modo, la escritura avanza a tientas de la mano de una extraña alquimia entre lo vivido y lo pensado, como ingredientes de su alimento. No es extraño descubrir que esta rara flor a veces perdura a expensas de la vida del poeta. Aunque no es una constante, es cierto, sobran ejemplos de escritores en quienes la destrucción y la creación se movieron al unísono hasta el final. 

La inspiración, el ruido, la musiquita, eso que algunos deciden llamar musa, suele venir sin aviso, incluso en situaciones de lo más inesperadas; y vale lo mismo un texto escrito a la luz de una lámpara tenue, metidos dentro del más crudo silencio, que el que llega sin anunciarse en la ducha, friendo unas cebollas, en la pausa que ocurre durante la escritura de alguna otra cosa, mirando los árboles por la ventana, caminando por las calles de una ciudad cualquiera, en el medio del quilombo más oscuro, o mientras suena una canción en la radio.

El desorden dominará el conjunto pero, si sabemos insistir, el sedimento encontrará su brillo y esa música interior se abrirá paso y avanzará directo hacia nosotros, subirá por la conciencia hacia la luz, incluso sin entender demasiado de qué va, y entonces el cerebro le dirá a la mano que le diga a los dedos que escriban. Eso que aparece en forma difusa, que se insinúa y se esconde, la mayoría de las veces sin magia alguna, deberá tocarse al menos con la punta de los dedos antes de que sea demasiado tarde. 

Como un desafío habrá que atraparlo, aferrarse, decir. 


Posfacio con deudas

No sé cómo empezar esto pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador. “Escúcheme don Juan –decía el cajero–, la verdad es que cuando hablo con usted salen cositas…”. Se hablaba de comprar muy barato un hotel alojamiento por parte del cajero y de su invisible interlocutor. Hotel alojamiento aparte, lo importante era el cajero hablado. No existen los poetas, existen los hablados por la poesía. 

Cuando uno llama por teléfono al médico que se fue a Mar del Plata, una cinta magnética responde: “Esto es una grabación.” Pues bien, así como eso es una grabación, lo que estoy escribiendo no es una justificación, es un agradecimiento, un hablar de deudas.

En realidad no es obligatorio leer lo que estoy escribiendo. Nadie espere una explicación de este libro. Simplemente quiero agradecer y de paso…Pero por’ai, y ese es el riesgo, lo que está adelante puede ser interpretado como el prólogo de esto, es decir que este es el fondo de la cosa, el fondo de la casa de mi infancia en Paraná entre durazneros, mandarinos, yuyos, ortigas y gatos vagos, negros, barcinos y atigrados.

Mi agradecimiento es para la gente que habla, para la gente que se mueve, mira, ríe, gesticula…para la gente que constantemente me está enviando esos mensajes fuera de contexto, esos mensajes que escapan de la convención de la vida lineal y alienada.

Las conversaciones de borrachos son a veces obras maestras del sinsentido, del puro juego de los significantes. Mi agradecimiento también. La música es un lenguaje de puros significantes, es el gran arte. Y yo me muero de envidia, porque en realidad soy un músico fracasado. Pero la música, en especial el jazz moderno en permanente evolución, ha sido y es lo único que me ha enseñado la verdadera estética operativa.

Macedonio Fernández me ayudó a redescubrir ese mundo que yo quería olvidar tal vez para poder trepar mejor…Un buen día me encontré en Buenos Aires con que quería irme a Europa…Evidentemente estaba a un pelo de ser porteño. Pero no me fui a Europa, ni creo que me vaya nunca. No señor, ni beca ni vaca, me quedo aquí.

Macedonio Fernández me hizo comprender que las reuniones de argentinos, incluso en Buenos Aires, son largas ruedas de mate, donde uno charla, se ríe y se pone triste…Que esas reuniones son verdaderas fiestas de lenguaje.  Yo me he reído con estos (¿mis?) poemas, y por momentos dejé de reír. Pero eso es cosa mía. No sé si pasa algo. Gracias, Macedonio, de todos modos, por atajarme y explicar, es decir por hablar de lo que se es hablado.

Todo lo que digo puede parecer muy racionalista, pero en realidad soy entrerriano primero, después tucumano y salteño. Mis amigos de aquí me acusan de franchute. Realmente no sé qué decir. La verdad, y eso no lo discute nadie, es que nací en la década del veinte, mitad más o menos, es decir que estoy más lejos del nacimiento que de su antípoda.  No tengo nada que ver con el populismo ni con la filosofía derrotista del tango. Soy entrerriano, medio tucumano y salteño, en Buenos Aires. Una especie de “entrerriano, etc., etc., hasta la muerte” que vive en Buenos Aires, así como hay “argentinos hasta la muerte” que viven en París. En fin, ¡no hay belga que valga!

Hablar de la humanidad en abstracto me parece el colmo de la pedantería, paternalismo y solemnidad (las cosas que odio más). El hombre es para mí mis amigas y amigos, presentes,  pasados y futuros, y también mis enemigos. No soy místico, no quiero salvar a nadie, sólo quiero.

Soy ateo, como Dorotea y Timoteo. Prefiero el Libro de los Muertos, egipcio, y el Gilgamesh, asirio, llenos de palabras que evocan hombres como mis amigas y amigos, y no el libro de cabecera de los poetas y los capitalistas norteamericanos. No creo en la poesía cantada ni recitada. (No creo en el café concert para desculpabilizar empresarios izquierdistas.)

La poesía debe leerse. La única poesía que no se lee es la de los actos y las palabras que no se proponen ser poéticas. En fin, el lenguaje es para mí la única realidad. Esto no es ninguna novedad, es una simple afirmación. Si la realidad está en alguna parte, está en el lenguaje.

La primera tarea del hablado por la poesía ha sido nombrar las cosas, las cosas que no son las cosas sin las palabras. Pienso que el realmente hablado por la poesía es el que sigue y seguirá nombrando las cosas, es decir cambiándolas, transformándolas continuamente. La poesía es renovación, subversión permanente.

Insisto en que no hay poetas, hay simples vectores de poesía.

En un verano de cuarenta y cuatro grados en un pueblo de Santiago del Estero me acordé de los que se dicen poetas cuando vi en una canilla reseca unas moscas que hubieran dado todo por una gota de agua. Así es, los llamados poetas se disputan las canillas, pero el agua no les pertenece, ni la tierra, ni el aire, ni nada. ¡Hay que conformarse nada menos que con las palabras!

No creo en los géneros literarios. Cada persona tiene su propio discurso permanente, un río perenne y subterráneo que constantemente amenaza desbordarse. La mayoría de la gente le pone diques, pero así y todo a veces su rumor se escucha. La prosa es poesía o nada. Entre la escritura que llena toda la página y la que no la llena hay sólo una diferencia de escandido, de tempo, de períodos. Es un poco, pero muy a grandes rasgos, la diferencia entre la música sinfónica y la de cámara.

En suma, las fuentes de la poesía están en la infracción constante de la convención que nos vendieron como realidad. En todo lo gratuito, en el amor, en el lenguaje de los chicos, en las conversaciones sin límite de tiempo (...¡tómese otro mate!), en las situaciones límite en que los discursos de los otros movilizan enérgicamente el discurso de uno y viceversa.

Ricardo Zelarayán (1922-2010) De: La obsesión del espacio (Poesía, 1973, 1997)


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