Aquí, en esta época de omnipotentes y narcisistas, donde caminamos hacia la destrucción última como zombies: ciegos, desnutridos, faltos de imaginación. Aquí donde vivimos atados indefectiblemente al flujo del capital, a una materialidad excesiva, tan mercantilista como siniestra, una materialidad en el peor sentido que puede atesorar esa palabra: su sentido vulgar, su sentido en relación al consumo. Aquí donde incluso el tiempo extraeconómico deberá ser pensado como mercancía para que funcione, para que no lo lamentemos perdido, los cuerpos aún se comunican.
En esa comunicación, en esa irrupción inesperada del otro, en ese choque de cuerpos, fluye lo no dicho, aquello que puede acompañar e incluso contradecir la palabra. Porque a contracorriente de la voluntad de orden social somos en realidad entropía, desorden, caos.
La incertidumbre es el camino, y esa incertidumbre, ese ver borroso, esa vacilación, son parte de una ética que provoca angustia. Una ética alejada de la tranquilidad, de la pasividad del conformismo burgués; una ética que nada tiene que ver con el consumo: la ética de la insatisfacción, tan viva, tan flexible, tan cercana al pensamiento crítico.
Sin embargo, en oposición a lo que quieren imponernos día tras día la maquinaria social y el sentido común, estamos los que pensamos que la angustia no es patológica. Quite the contrary. No debe callarse jamás.
La angustia tiene una función virtuosa: es una brújula mental que nos empuja a movernos, que nos impulsa a pensar, a reformular acciones y actitudes. La angustia nos mantiene alerta y en movimiento.
Y el movimiento es vida.
El otro Asterión
blande su espada refulgente alrededor de ti.
Vino creyendo encontrar una fiera,
ahora sabe que no lo eres.
Mirando tu danza de esquivamientos
comparte contigo la razón peligrosa:
la vida depende de una falla en la cadencia.
El traspié ha sido tuyo, Asterión:
la espada ha entrado ciegamente en tus entrañas:
qué verdadero es el metal en la blandura de un cuerpo,
y tu frente hirsuta
y tus agudas astas
caen ante este muchacho que te confiesa temblando
que tú eres su primer muerto.
Míralo irse, tan apremiado por la gloria que lo espera.
Se va ovillando el hilo que fue tendiendo al entrar.
sin la certeza de volver.
No quiso la incertidumbre.
El hilo que lo guía hacia la salida
hace mediocre su brillante aventura.
Tú te quedas como un derrumbe de piedras
y una debilidad infinita, casi placentera.
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