Vivir la diferencia



                                                                                                 Hyperrealism by Alyssa Monks


                                                                                                          Es poder ver aparecer y expandirse
                                                                                                          los latidos del diablo en la belleza.
                                                                                                                    (Camilo Sánchez)

Camilo Sánchez escribió un libro sobre Van Gogh.  En él relata los hechos y los tiempos circundantes a la muerte por suicidio del famoso pintor neerlandés. Lo hace desde la experiencia, desde la mirada vacilante y tranquila de una de las mujeres de esa familia: la cuñada, esposa de su hermano Theo. Una mujer silenciosa.

Mucho se ha escrito sobre Van Gogh, y otro tanto sobre su muerte. Habiendo muerto en la pobreza, sin embargo, tan solo dos años después, su obra formaba parte de las principales galerías de la ciudad de Ámsterdam, conocida históricamente por su patrimonio artístico. Theo, su hermano menor, había sido mercader de arte durante los diez años en que Vincent pintó más de seiscientas obras. 

El editor del libro cuenta que Camilo Sánchez, fascinado por esta oscura historia familiar, comenzó a tirar de ese delgado hilo que son los hechos y se encontró con Johanna Bonger, la cuñada del pintor. Sufragista, feminista, escritora y estudiante del Museo Británico, un personaje lúcido y complejo, clave en la vida de los Van Gogh. 

Desde la agudeza del título, a través de la palabra inquisitiva de Johanna, La viuda de los Van Gogh, como todo buen libro, apenas intenta ser un haz de luz tenue sobre la vida de dos de los hermanos más famosos de la historia, insinúa matices de la relación fraterna, critica posturas, analiza la mirada del artista desde su propia perspectiva, recrea el cansancio de la existencia. 

Un diario, un manojo de cartas, algunos poemas y la voz femenina de Johanna invadiéndolo todo: 

                          Escribo como quien saca un pie por encima de las sábanas y las mantas                                                mientras duerme, para mantenerme a flote en medio de la noche. 
                          Para encontrar un camino al regresar del sueño.

Es que Johanna Van Gogh Bonger, como tantas otras, habita tan solo en los márgenes de esta historia. Sin embargo tiene, desde esa zona marginal y oscura, en contrapartida con la gran mayoría de las demás mujeres de su época, una mirada tan inteligente, tan abierta, tan aguda acerca de su propia existencia, una mirada tan certera puesta justo sobre la relación de los dos hermanos; tiene tanto que hacer, tanto que pensar, que ni siquiera se plantea la posibilidad de sentirse víctima de la situación. 

Mientras la ciudad de París corre enloquecida, desordenadamente, Johanna Bonger procura descifrar el legado pictórico y escrito de su cuñado muerto, lo protege, lo pone a salvo de clandestinidad; a la vez sostiene la melancolía del esposo hasta su muerte.

                     El reflejo de la ventanilla en el tren me devuelve mi imagen, en penumbras. 
                     No me reconozco. En ella está el cansancio debajo de los párpados de mi madre, 
                     el agobio de mis tías en la comisura de los labios, el volumen del cabello 
                     platinado de mi abuela: pero no logro verme. No encuentro 
                     la imagen que está en mí, de mí misma.


Es obvio que Johanna Bonger también sabía que vivir es actuar, decidir; que una felicidad falsa se nos impone cada día para que aceptemos con una sonrisa nuestra posición dentro del engranaje, que solo cada tanto avistamos algo de felicidad verdadera que, como las cuentas de un collar, son revelaciones pequeñas de lo genuino, y que solo podemos sentirnos diferentes por ser conscientes de ello. Tal vez, finalmente, sea ese el punto más interesante del libro, el gran hilo conductor de la historia: lo valioso de ciertas miradas femeninas.

A imagen y semejanza

La humedad traspasó primero la pared

después los caños
tomando los cables
comiéndole la luz
a ese sector de la casa
un espacio a oscuras
en el nirvana del mineral
donde se levantó moho.

La causa está a la vista

y no hay nada que suponer
me dice ella
que siempre supo
que vivir es actuar
y que está de nuevo 
en lo que una vez pensamos como hogar.

Con cara de desconcertado inquilino

que vuelve de trasnoche a la deriva
me pregunto 
qué rincón de mi cerebro
se arruinará primero
a imagen y semejanza.


Carlos Martín Eguia (Castelli, 1964)

Que no se note que no tenés


El arte es un cristal de una perfecta claridad
tan impenetrable como la locura
(Luis Harss)

Si hay algo que la psicología intentó a lo largo de su propia historia es tener consenso. Siempre que le fue posible hizo encajar con forceps el relato, quiero decir. Ya para nadie es un misterio que lo femenino causa horror del bueno; y es difícil negarlo, es cierto. Desde la mítica Medusa, pasando por Salambó, uno de los semblantes de la Astarté fenicia, o por Eva, dueña de la culpa, o María, ejemplo de la virtud católica, hasta la indómita Lilith, caminante de los desiertos y madre de la transformación (lo que es decir de los vampiros) todos son, en mayor o menor grado, creaciones, motivos de tormento masculino. 

Asesinas seductoras o santas devotas, la literatura no deja de recordarnos el asunto. Repasemos dos fragmentos brillantes de un cuento contemporáneo perteneciente al escritor argentino Bernabé de Vinsenci, dos fragmentos que sacan a la madre del lugar tradicional, gracias a los cuales se ganó muchos odios y cuyo título nos remite al seminario de Jacques Lacan, quien se ganó otros tantos: Madre cocodrilo:
...
Allí estaba nuestra madre, desfigurada. Sosteniéndose de un tirante. Observándonos inquisitivamente. Era mitad humano mitad araña. Sus brazos eran dos patas que le posibilitaban trepar las paredes sin obstáculo. Mi cara fue de ternura. La observé con detenimiento. De ternura a espanto.
...
Nos miraba. Cuando dije “podemos conversar” —mi tono fue diplomático, condescendiente— se aferró más al tirante astillándolo y se movió apenas unos centímetros, con agilidad, con una destreza inusitada. De su boca caía una baba espesa. Entornó la mirada y vio una mosca, extendió una de sus patas —aproximadamente de seis metros— y se la introdujo en la boca.

Según la psicología, entonces, edeseo de la madre es como estar dentro de la boca de un cocodrilo. Esto es estar en peligro constante de ser devorado. Ser insaciable tiene que ver, por supuesto, con el goce femenino. Ese goce infinito, por fuera de la función fálica. Por supuesto que hay madres que abandonan, otras que asesinan, otras que maltratan, abusan o cambian a sus hijos por dinero, pero la mujer que se hace madre, con su deseo materno, también produce estrago; así por ejemplo, la madre “santa”, la madre buena, la abnegada que se entrega a sus hijos, esa que no les pone límites porque los adora, hace de ellos prolijos perversos.

Es ley: a madre santa, hijo perverso.

El horror frente a lo femenino tiene que ver con el temor a la castración, sin dudas. O así entendemos las cosas a partir de Sigmund Freud, y las teorías de Jacques Lacan continúan en esa misma línea. Quizá por eso la psicología afirma también que el deseo masculino es "fetichista", es decir, tiene que agregarle algo a la mujer que lo interpela: belleza, maldad, -belleza y maldad- bondad, ternura, devoción. Algo, para que le resulte posible como objeto de deseo. Es comprensible. Tal vez, de otro modo la feminidad se les volvería inalcanzable. 

Es que eso que se agrega es siempre un rasgo que funciona como condición erótica. Como si fuera poco, los rasgos están polarizados, confusos normalmente, y tienen que ver con la introyección que ha sufrido la madre en cada individuo. O bien se les representa buena, maternal, casta, conciliadora, tierna, o bien en las antípodas de madre: bella, sexual, despiadada, salvaje, maliciosa. 

Aquí sería más que conveniente citar a la ya célebre Natacha Haitt: 

Prefiero que me recuerden por puta y no por boluda


Parece una tontería, esconde un pensamiento general.

Sin embargo, muchachos, tenemos que decir que esto no significa que esas características no existan en todos nosotros, la mayoría de las veces están, son caras de una misma moneda; y no son dos, sino muchas. Para sumar más horror al cuadro familiar, debemos decir que todo ocurre como en la naturaleza: cada uno de nosotros lleva en sí mismo todos los aspectos imaginables, porque lo femenino no está en el cuerpo. Eso creímos alguna vez, pero no es así.

Citando a Rita Segato diré que no alcanza con tener un cuerpo. Lo femenino es una posición. Hay mujeres patriarcales y hay hombres que pueden ser maternales. Hay mujeres que son pésimas cuidadoras, madres perversas. En definitiva, no se puede biologizar la tarea de ser madre. No más.

Oportunamente lo escribió el filósofo Luciano Lutereau: la bondad, la ternura, incluso la belleza, no son más que un velo que, a modo de vestido, envuelve aquello que nos causa horror. Esto no quiere decir que un objeto de amor esté exento de esas características, sino que el mandato de ser madres, el mandato de ser bellas o, en su defecto, el mandato de ser buenas, nos ha ido estigmatizando. 

Y la psicología nos advierte: todo esto es, en definitiva, otro modo de susurrarnos al oído ¡Querida, por favor, que no se note que no tenés!

Expedición: el juego de los solitarios



Los críticos literarios aseguran que el escritor portugués Fernando Pessoa padecía una inadaptabilidad a la realidad vulgar. Individualista, retraído, insolidario, acordaron en llamarlo; pero sobre todo hablan de su ser atormentado. 

Consciente y lúcido, con su dolor a cuestas hecho carne, aunque incapaz de percibir su reflejo en el dolor ajeno, Pessoa escribe. No es cuestionable. Todo ser humano, sociabilice o no, tiene tanto de egoísta que sería poco acertado juzgar a cualquiera. 

Pessoa escribe y nos recuerda constantemente al Gregorio Samsa de Kafka, al hombre del subsuelo de Dostoievski. La esencia del espíritu de Pessoa es, sin embargo, lo fragmentario, lo disociado, lo abierto. Muy propio de esta, nuestra época, si recordamos la famosa sentencia de Adornotoda obra terminada es, en nuestro tiempo y en este clima de angustias, una mentira.

En el Livro do Desassossego, Bernardo Soares, heterónimo de Pessoa, describe sentir una tristeza "de crepúsculo"."Hecha de cansancios y renuncias falsas", nos dice. "Un tedio de sentir alguna cosa", "un dolor como de sollozo interrumpido o de verdad conseguida". 

Un dolor de verdad conseguida. 

Se me extiende por el alma desatenta este paisaje de abdicaciones, bulevares de gestos abandonados, altos macizos de sueños ni siquiera bien soñados, incongruencias, como muros de boj separando caminos vacíos, suposiciones, como viejos tanques con agua estancada, todo se enmaraña y se visualiza pobre en el desaliño triste de las sensaciones confusas. 

El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones –pérdida, inutilidad de tenerlas el cansancio de tener que tenerlas para poder perderlas, la pena de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían un final así.

Escritor de un diario personal o de ficción plena, Pessoa fue, a lo largo de toda su obra, un hombre reflexivo, un hombre íntimo; pero fue sobre todo un caminante taciturno, un observador, un testigo por momentos similar al flaneur de Baudelaire. 

El desasosiego en el corazón de Pessoa es el mismo que sentimos todos. Algunas drogas lograrán amordazarlo temporalmente: el amor, la familia, la religión, el clonazepam, el dinero, el arte. Sin embargo, él siempre está ahí, como un amante inolvidable, felino, agazapado, midiéndose las espaldas con la muerte, seguro de triunfar más tarde o más temprano. 

Más allá de eso, quizás en algunos autores debamos mirar ese viaje constante. Este ir y venir al interior del hombre que escribe, este viaje del héroe. 

Como Kafka, como Dostoievski, también como el gran Pessoa y sus heterónimos mejor logrados, el gigantesco escritor platense Horacio Castillo, más nuestro, menos solitario, mucho menos retraído, rodeado siempre de escritores jóvenes, mucho más solidario, 
describe una expedición al Everest, un viaje hacía sí mismo.

Expedición al Everest

Después de los siete mil metros la presión descendió
y cada paso fue un suplicio; debíamos beber,
beber sin descanso, sobre todo dominar la ira
que se apodera de los hombres en inactividad.

El viento del oeste que viene de Pamir,
de los glaciares de Karakorum, del Dhaulagiri y el Anapurna,
sopló toda la noche, y recogidos en las tiendas
esperamos impacientes el amanecer.

La última jornada fue terrible:
la sangre se espesaba en las piernas,
los sherpas empezaban a desfallecer
y los tanques de oxígeno se agotaban sobre nuestras espaldas.

Al fin llegamos a la cima: vimos abajo
las torres de Rongbuck y más allá las de Thyangboche,
y al sacarnos las máscaras para respirar el aire diáfano
el cielo estaba tan lejano como de costumbre.

Horacio Castillo (1934-2010) de Materia acre. Ed: Carmina, Buenos Aires, 1974.

Morir a tiempo




Nietzsche arriesgó que la muerte debería ser siempre consumadora, y la filosofía vinculó ese concepto con el de ser libres para la muerte de Martín Heidegger. La muerte como entidad creadora y consumadora del presente, nos dicen ambos pensadores, porque para los vivos la muerte es aguijón y promesa; solo así se nos presentará a tiempo, así tendrá su momento justo, se integrará realmente a la vida. 

Es la tensión temporal entre pasado, presente y futuro lo que desliga al presente de la huida infinita a la que estamos sometidos. Lo desliga y lo carga de significación. La ausencia de lazos que promueve el hombre moderno, la superficialidad en la que se afana, el espacio donde "se acomoda" como puede y la falta de radicación que esgrime, no lo harán libre. Porque solo pueden hacernos libres los vínculos y la integración. La carencia de relaciones no genera libertad sino miedo e inquietud. 

Hoy, erigida la pantalla frente a sí, haciendo zapping con el control remoto, acompañado de relaciones vacías y superficiales, el hombre moderno no muere, perece a destiempo. 

Han escribió que la raíz indogermánica  fri, de la que derivan las formas "libre", "paz" y "amigo" (frei, Friede, Freund respectivamente) no significa otra cosa que amar (lieben). Así que, en su origen, la palabra libre significaba perteneciente a los amigos o a los amantes. Uno se siente libre en las relaciones de amor y de amistad, no fuera de ellas. Eso es compromiso. Y el compromiso, la unión y no la ausencia, es lo que nos hace libres. La ausencia es un acto de cobardía. 

Es decir, libertad es una palabra relacional por excelencia, pero la Libertad no es posible sin un sostén. 

Tal vez lo que nos falta es permanecer en la experiencia, vivir el presente como lo que es: una etapa de transición entre pasado y futuro. La filosofía contemporánea asegura que la crisis del hombre actual está muy vinculada, demasiado, a la absolutización de la vida activa. Esto conduce en forma directa al imperativo del trabajo. A Han le gusta decir que "la persona deviene en animal laborans"

La realidad es que la hiperkinesia diaria le roba a la vida humana cualquier elemento contemplativo, cualquier intento de demora. Transforma a la sociedad en una entidad eficiente, de transparencia, en ella no habrá espacio para la negatividad y la falta. Contemplar es detener la mirada amorosa en el objeto de amor; es detenerse, reflexionar. 

En definitiva, donde haya transparencia no habrá contemplación. Sin embargo, la crisis temporal del hombre histérico moderno solo podrá ser superada en el momento en que esa "vita activa", en plena crisis, pueda acoger de nuevo la "vita contemplativa" en su seno. 

Así, Nietzsche anticipó que el hombre moderno moriría a destiempo. Esto es: sano, o muy medicado, muy viejo, solo y aburrido; porque el resultado de una vida sana no es otra cosa que el aburrimiento, se diga como se diga. 

Nietzsche también anticipó que será muy difícil morir en nuestro mundo, porque el final y la conclusión "han sido desplazados" por esa carrera interminable y sin rumbo que es la vida moderna. Caminamos hacia adelante, como zombies. 

Es que quien no muere a tiempo, perecerá a destiempo. El Zaratustra de Nietzche invoca, frente a este perecer a destiempo, otra muerte: 

Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. 

Todavía suena extraña esta doctrina: ¡Muere a tiempo!. "Morir a tiempo" eso es lo que el Zaratustra nos enseña. 

Es que hoy el tiempo está atomizado, nos dice Han. Y en un tiempo atomizado todos los momentos son iguales entre sí. La fragmentación del tiempo va acompañada de una masificación y una homogeneidad cada vez mayores. La existencia propia, el individuo en sentido estricto, dificulta el buen funcionamiento de la masa. 

La aceleración de la vida cotidiana impide la divergencia, impide que las cosas se distingan. Pule, allana, alisa, borra las "zonas oscuras", así descarta aquello que "no se entiende bien qué es". Oscuridad es conflicto, es pensamiento crítico. Bajo esa doctrina desaparecen las formas independientes, así nos adocenamos, así deseamos lo mismo que desean todos.

Un yo transitivo, un verdadero sujeto de la experiencia, debe permanecer abierto a lo venidero, a lo sorprendente e indefinido que hay en el futuro. Si no, quedará reducido a un trabajador que solo piensa en acabar con el tiempo. Y un trabajador no cambia, porque los cambios desestabilizan el proceso laboral. 

El sujeto de la experiencia, sin embargo, nunca es el mismo. Habita la transición. Transita entre el pasado y el futuro. Las vivencias, puntuales y pobres en temporalidad, son reemplazadas por la comprensión de la experiencia. Así, él encontrará su fuerza tanto en lo sucedido como en el futuro.

En varios ensayos Han también hace una distinción entre comprensión e información. La información es atemporal, nos dice, está vacía de tiempo y no reside en la experiencia. Es una perspectiva puramente capitalista, se trata de acumular, en este caso datos inconexos e inútiles. Estupideces.

Las promesas, el compromiso, la lealtad, son prácticas temporales genuinas. Lo son porque vinculan el presente con el futuro, y en esa continuidad temporal estabilizan. En definitiva, protegen al futuro del destiempo porque, en verdad, quien no vive nunca a tiempo, ¿cómo hará para morir?