Los críticos literarios aseguran que el escritor portugués Fernando Pessoa padecía una inadaptabilidad a la realidad vulgar. Individualista, retraído, insolidario, acordaron en llamarlo; pero sobre todo hablan de su ser atormentado.
Consciente y lúcido, con su dolor a cuestas hecho carne, aunque incapaz de percibir su reflejo en el dolor ajeno, Pessoa escribe. No es cuestionable. Todo ser humano, sociabilice o no, tiene tanto de egoísta que sería poco acertado juzgar a cualquiera.
Pessoa escribe y nos recuerda constantemente al Gregorio Samsa de Kafka, al hombre del subsuelo de Dostoievski. La esencia del espíritu de Pessoa es, sin embargo, lo fragmentario, lo disociado, lo abierto. Muy propio de esta, nuestra época, si recordamos la famosa sentencia de Adorno: toda obra terminada es, en nuestro tiempo y en este clima de angustias, una mentira.
En el Livro do Desassossego, Bernardo Soares, heterónimo de Pessoa, describe sentir una tristeza "de crepúsculo"."Hecha de cansancios y renuncias falsas", nos dice. "Un tedio de sentir alguna cosa", "un dolor como de sollozo interrumpido o de verdad conseguida".
Un dolor de verdad conseguida.
Se me extiende por el alma desatenta este paisaje de abdicaciones, bulevares de gestos abandonados, altos macizos de sueños ni siquiera bien soñados, incongruencias, como muros de boj separando caminos vacíos, suposiciones, como viejos tanques con agua estancada, todo se enmaraña y se visualiza pobre en el desaliño triste de las sensaciones confusas.
El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones –pérdida, inutilidad de tenerlas– el cansancio de tener que tenerlas para poder perderlas, la pena de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían un final así.
Escritor de un diario personal o de ficción plena, Pessoa fue, a lo largo de toda su obra, un hombre reflexivo, un hombre íntimo; pero fue sobre todo un caminante taciturno, un observador, un testigo por momentos similar al flaneur de Baudelaire.
El desasosiego en el corazón de Pessoa es el mismo que sentimos todos. Algunas drogas lograrán amordazarlo temporalmente: el amor, la familia, la religión, el clonazepam, el dinero, el arte. Sin embargo, él siempre está ahí, como un amante inolvidable, felino, agazapado, midiéndose las espaldas con la muerte, seguro de triunfar más tarde o más temprano.
Más allá de eso, quizás en algunos autores debamos mirar ese viaje constante. Este ir y venir al interior del hombre que escribe, este viaje del héroe.
Como Kafka, como Dostoievski, también como el gran Pessoa y sus heterónimos mejor logrados, el gigantesco escritor platense Horacio Castillo, más nuestro, menos solitario, mucho menos retraído, rodeado siempre de escritores jóvenes, mucho más solidario, describe una expedición al Everest, un viaje hacía sí mismo.
Expedición al Everest
Después de los siete mil metros la presión descendió
y cada paso fue un suplicio; debíamos beber,
beber sin descanso, sobre todo dominar la ira
que se apodera de los hombres en inactividad.
El viento del oeste que viene de Pamir,
de los glaciares de Karakorum, del Dhaulagiri y el Anapurna,
sopló toda la noche, y recogidos en las tiendas
esperamos impacientes el amanecer.
La última jornada fue terrible:
la sangre se espesaba en las piernas,
los sherpas empezaban a desfallecer
y los tanques de oxígeno se agotaban sobre nuestras espaldas.
Al fin llegamos a la cima: vimos abajo
las torres de Rongbuck y más allá las de Thyangboche,
y al sacarnos las máscaras para respirar el aire diáfano
el cielo estaba tan lejano como de costumbre.
Horacio Castillo (1934-2010) de Materia acre. Ed: Carmina, Buenos Aires, 1974.
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