Mentir coger morir


Para que en el vacilante
intervalo, para que en lo oscuro 
haya algo aferrable.

(Friedrich Hölderlin)


Sin causa, reaparece un rayo 
hundido, hace mucho, en algún sitio 
de la memoria 
como una gasa que se despega 
de la sangre seca de la piel:
¿qué extravío contiene el amor? ¿cuál es su nostalgia nociva?

(Carlos Battilana)


Morimos antes de morir. Vivimos en sacrificio, clavados a la cruz, acelerados en una inmovilidad frenética. Para preservar al padre, para aseguramos de vivir la experiencia, de seguir los mismos pasos, nos procuramos la madera y los clavos. 

Eficaces y rápidos, también somos sujetos ansiosos, dispersos, deprimidos, y con prisa, mucha prisa. Ningún evento de nuestra vida alcanza la densidad suficiente para transformarnos en personas diferentes.  

Es que en la modernité de Baudelaire nada de los que nos pasa logra ser una experiencia verdadera. Nacemos criaturas puras, tabula rasa, pero nos educan para dormir. Devenimos persona, máscara aberrante; y las máscaras, y cada una de sus costras putrefactas, se nos pegan a la piel muy pronto.

Así, cada día trae su afán y sus conflictos. Hay tanto ruido de voces, palabras gesticulantes, una sucesión de movimientos caóticos sin desplazamiento mientras estamos quietos, estancados, y somos serios, muy serios, y tan, tan responsables, que la contemplación e incluso la creación ya son asuntos con mala prensa.

Será un acto simple, un acto extremo, que logre escapar con sobrada eficacia a la dinámica de la velocidad, lo que nos obligará a vivir, aunque más no sea, unos instantes fuera del tiempo, porque todos los tiempos estarán contenidos en él, porque tal vez solo se trate de que nuestro espíritu finito entienda que está arraigado de una forma elusiva y misteriosa a la eternidad.



Anticipaciones


Hablemos, por ejemplo, de la muerte,
de la rota iridiscencia de sus vestidos,
de la indiferencia con que asienta sobre nosotros sus manos, 
y una mañana, a pesar del patio que está quieto y sin novedad, 
a pesar de que la ciudad sigue tragando obreros
como en un festín impiadoso,
se te aparece ella y te dice: "vamos, muérete, que a eso viniste". 
Entonces tú, que has aprendido las mañas de la bestia,
le dices que no, que por papeles eres joven, 
que no has alcanzado la edad en que aparecen las canas, 
ni que conoces, por decir lo primero, Sumatra. 
Y te defiendes del hueco que empieza a abrirse en la tierra, 
ese, que al fin será tuyo, sin tasas ni hipotecas,
y te defiendes de las más lozanas flores
los epitafios grotescos, repetidos, impersonales.

Ella sigue ahí, tranquila, limándose las uñas,
bebiendo tu café, fumando con impostada o natural soberbia 
dejando que te agotes, que le hables, 
que le digas lo de siempre, la injusticia, el tiempo, 
que considere todo lo que aún no hiciste, 
las mareas que no acabaron de lamer tus tobillos, 
esos crepúsculos entre naranjos del Tucumán que nunca viste, 
lo que no probaste...

Al fin se va, se levanta con esa elegancia de matrona raída, 
y crees que la has convencido, cuando consideras tu vida, 
y tomando la soga que sin querer ella ha dejado sobre la mesa, 
la pones en tu cuello y te lanzas al vacío, impiadosamente, 
poniendo, en el salto, esa última mirada de esperanza, 
esperando la mano amorosa que no habrá de salvarte.

Elena Anníbali


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