...el olvido prospera
no con fémures secos sino con vidas llenas de savia
y nuestros mejores ayeres, son ahora fétidos montones
de nombres arrugados, números telefónicos y fichas descoloridas.
Estoy dispuesto a convertirme en una florecilla
o en un moscón, pero a olvidar, jamás.
Y rechazaré la eternidad a menos que
la melancolía y la ternura
de la vida mortal; la pasión y el dolor;
la luz de ese avión que desaparece
a la altura de Hesperus; tu gesto consternado
cuando se han acabado los cigarrillos; la manera
en que le sonríes a los perros; la huella de baba plateada
que dejan los caracoles en las piedras; esta buena tinta, esta rima,
este papel, este delgado elástico
que cae siempre en forma de ocho,
estén en el cielo a disposición de los que acaban de morir
almacenados en cajas fuertes a través de los años.
Pale fire (fragmento) Vladimir Nabokov.
Michel Onfray es, a todas luces, un individuo de los márgenes. De los márgenes de la filosofía, quiero decir. Aunque quizás sea mejor decir que es un filósofo distinto. Ocurre que transita a contramano de la escuela filosófica tradicional; y que, de tanto andar en los márgenes, se ha caído del establishment, y desde allí se pelea con todo orden preestablecido.
Me cae bien ese señor, porque las religiones ecuménicas le producen náuseas. Así lo expresa en su Tratado de ateología, publicado en Francia en el año 2005.
Onfray considera que todas las religiones monoteístas son animadas por un mismo impulso:
Las tres religiones monoteístas comparten una serie de aversiones idénticas: odio a la razón y la inteligencia, odio a la libertad, odio a todos los libros en nombre de uno solo, odio a la vida, odio a la sexualidad, a las mujeres y al placer, odio a lo femenino, odio a los cuerpos, los deseos, los impulsos. En lugar de todo esto, el judaísmo, el cristianismo y el islam defienden la fe y la creencia, la obediencia y la sumisión, el gusto por la muerte y la pasión por el más allá, el ángel asexuado y la castidad, la virginidad y la fidelidad monógama, la esposa y la madre, el alma y el espíritu. Es decir, la vida crucificada y la celebración de la anulación personal.
Y como si no fuera suficiente, los idealistas le dan un poco de pena.
Así es que en 2006 dio existencia a su Manifiesto Hedonista, traducido al español en 2008. Allí expresa que la tradición filosófica europea para él no significa más que una sucesión de notas al pie de las ideas de Platón. Según argumenta, occidente ha hecho de la idea una religión, donde Sócrates es considerado el mismísimo mesías y Platón su principal apóstol.
Onfray escribe que es gracias a Sócrates y sus discípulos que el cristianismo se ha convertido en la religión oficial. Afirmados en cosas tales como el dualismo cuerpo-alma, la reencarnación, la existencia del alma inmaterial y el desprecio por el cuerpo, todavía vivimos en un “cristianismo platónico” basado en el ascetismo y la condena postmortem.
Las ideas de Sócrates son el punto de partida de la historia oficial de la filosofía, y en ese camino el cristianismo se convirtió en religión. El idealismo es, de este modo, la filosofía dominante y se ha sostenido a partir de tres momentos principales: el platónico, el cristiano y el idealismo alemán.
Sin embargo, existe otra filosofía, una contrafilosofía, si se quiere, en la cual se afirma Michel Onfray, y con ella viene también toda una lista de marginales que nos han precedido. El doctor Claudio Teran los identifica como aquellos que se han constituido en los despreciados del platonismo, y la historia nos habla de Demócrito, Epicuro, Bentham, Montaingne, Nietzsche, Deleuze y el querido Michael Foucault.
Son los llamados materialistas. En su libro, Onfray intenta adentrarse en lo que él teoriza como el antimaterialismo o el “prejuicio del platonismo”. Porque para Michel Onfray el materialismo desata la furia de los idealistas a causa de un prejuicio infundado, que no es más que un error de interpretación.
Epicuro fue exonerado del panteón de la filosofía por lujurioso, vago, bebedor y pedante. Sin embargo, del mismísimo surge la definición de Ataraxia. Un concepto que define al placer como la ausencia de turbación a través del uso prudente y dosificado de los deseos naturales y necesarios. Esta idea peligrosa y desafiante fue interpretada por los seguidores de Platón, de un modo que se nos escapa, como si se refiriese específicamente a la voluptuosidad trivial de las bestias abandonadas al goce más brutal.
No contento con esto, Michel Onfray va por la pregunta:
¿Qué nos reprochan los idealistas?
Tal vez nos reprochan el anhelo de cierta felicidad aquí en la tierra (de ser posible aquí y ahora). No después, no en el otro mundo. Y de todos los conceptos el de la inmanencia se les presenta como el más escabroso, porque el platonismo parece haberle declarado la guerra a todo lo que celebre pulsiones de vida.
Es cierto que la idea de permanecer en sí, sin ir más allá, sin depender de ninguna trascendencia y sin ahorrar para ganar las credenciales celestiales causa verdadero terror. Es como empezar a aceptar que somos esto y nada más.
Tampoco es caprichoso que desde tiempos remotos en las religiones, en la historia y también en la literatura la voluptuosidad y la belleza femeninas hayan sido asociadas con la maldad, la posesión demoníaca, y la “falta de alma”, tal vez por eso el hedonismo ha sido designado como la doctrina brujeril por excelencia.
Por otro lado, el materialismo hace el intento de disminuir los dioses y los miedos, trata de mitigar la idea de la muerte, sin olvidar que vamos a morir. Mediante el ejercicio del “aquí y ahora”, busca filosofías pequeñas y viables antes que construcciones inútiles de santidad y heroísmo, tan sublimes como inalcanzables.
El objetivo primero del materialismo es rechazar el dolor como acceso al conocimiento y a la redención, sin apartarlo de la vida, obvio, aunque integrándolo en ella. Es decir, sin provocarlo. Vivir ahora, procurarse el placer y la alegría, acceder a lo que pide el cuerpo sin culpas y sin detestarlo por ello. Dominar las pasiones, los deseos y las emociones, pero nunca con el propósito de extirparlos.
Entonces, todo se trata básicamente del proyecto de Epicuro: el puro placer de existir. Y, como en la filosofía de Diógenes, aquí solo cuenta lo real. El cuerpo pagano, sin Dios, es el único bien concreto del que disponemos. Para los hedonistas la vida debería ser una fiesta. La filosofía de Nietzsche propuso algo similar, para el filósofo el pensamiento brota de la tensión entre esta carne subjetiva que dice yo y el mundo que la contiene, no viene del cielo.
En contrapartida, los platónicos creen en un cielo de las ideas donde flotan los conceptos. Esta vida no vale nada para ellos, porque nada equivale al fantástico universo conceptual. Así es como en la aristocracia de la filosofía todavía reina Platón, el enemigo de la carne.
Toda la tradición filosófica se opone a que la razón brote del cuerpo, rechaza la materialidad y la mecánica del ser. Rinde honores al fantasma de un pensamiento sin cerebro: no hay carne venerable, la carne es el infierno.
Para avanzar Onfray propone descontaminar los conceptos principales del Hedonismo, aquellos que han sido vaciados de sentido. No podemos seguir aceptando que materialismo se refiere únicamente a la obsesión por la acumulación de bienes y riquezas. El materialismo en realidad es un concepto que considera el mundo reductible a un simple ordenamiento de la materia.
En cuanto al concepto de utilitarismo, otra palabra vaciada de sentido, podemos decir que en la modernidad se lo usa siempre como un concepto asociado a la tendencia a ser egoísta, interesado y carente de toda generosidad. Pero Onfray encuentra que ser utilitarista se refiere estrictamente a buscar la mayor felicidad para el mayor número de personas posible.
Con el concepto de hedonismo ocurre algo similar. Vulgarmente se lo encuentra asociado al placer grosero y trivial del consumismo liberal. Sin embargo, conceptualmente tiene que ver con gozar y hacer gozar. Es cierto que se refiere al goce propio, pero también incluye el goce del prójimo.
Porque no puede haber ética sin prójimo.
El nihilismo postmoderno nos ha llevado a vivir en una época sin brújulas ni cartografía, y el mayor problema quizás sea que cuando una civilización finaliza, antes del inicio de otra, en la transición suele aparecer el pensamiento mágico. Onfray propone transitar la alternativa. Podríamos evitar la polarización judeocristianismo versus islam. Podríamos oponer la inteligencia contra toda doctrina que procure monopolizarnos el espíritu.
Podemos también elaborar una moral más modesta que la que nos proponen las religiones; una moral posible, realizable. Evitar la ética del hombre santo o del héroe, decíamos antes. Esto es, oponer los cuerpos, las pasiones, los deseos, la inteligencia; oponer la vida. Ir tras la ética del sabio.
Porque mientras triunfe Dios la moral será una subdivisión de la teología. Dios ha sido históricamente suficiente respuesta para todo, y cuando no está, el clero atiende las 24 horas.
La ética –dice Onfray- es asunto del cuerpo, no del alma.
Somos cuerpo, no tenemos un cuerpo. Somos un conjunto de órganos en sistemas relacionados entre sí que hacen funcionar esa maquina sublime que es el cuerpo. El bien, el mal, la justicia, la injusticia, incluso la belleza, son conceptos humanos, creados por el hombre, y como tales dependen de decisiones humanas que responden a su vez a convenciones, a contratos históricos. Esas formas no existieron a priori.
No puede haber moral sin conexiones neuronales que lo permitan. La moral no es un asunto teológico entre los hombres y Dios sino una historia inmanente que involucra solo a los hombres. La moral universal, eterna y trascendente debe ceder paso a la ética particular, temporal e inmanente. Sin olvidar que no se trata de ser santos, sino de buscar la sabiduría.
Deberíamos practicar una ética dinámica, siempre en movimiento -escribe Onfray- donde el otro sea responsable de su lugar en el esquema ético. La ética debe ser un espacio donde no exista un lugar definitivo, donde todo fluya en base a las acciones. Así, no existiría la “amistad” sino las demostraciones concretas de amistad; no existiría el “amor” sino las demostraciones del amor. Igual para el odio. Onfray nos habla constantemente de hechos y gestos que formen parte de una aritmética que permita deducir la naturaleza de esas relaciones.
Es así como desde la perspectiva hedonista, el deseo del placer del otro estimulará el movimiento de atracción, mientras el displacer estimulará el movimiento de distancia. Todas las virtudes tienen así el mismo sentido, su presencia une pero su falta desune. En esta ética Dios no juzga y nadie juzga, porque aquí la sanción es inmediata. El resultado consiste en la determinación de una relación, ya sea su descomposición y ruptura o su solidificación.
Epicuro sostenía que era preferible un displacer inmediato si eso nos conduciría a un placer final. El goce sin consciencia para él representaba la ruina del alma; por eso para los epicúreos la sumatoria de los placeres debe ser siempre mayor a la de los displaceres.
Para la ética hedonista, el sufrimiento es el mal absoluto, mientras que el bien absoluto coincidirá con el placer, definido como la ausencia total de perturbación, la serenidad y la tranquilidad del espíritu.
Vivir es moverse entre esos extremos.
Tal vez todo sea un asunto de perspectiva, ya que el hedonismo nunca se posiciona en la indiferencia hacia el sufrimiento, pero los adversarios del hedonismo suelen confundir individualismo con egoísmo. En el egoísmo solo existe el yo, indiferente al sufrimiento del otro. El hedonismo defiende lo contrario y nunca justificaría el placer propio a costa del placer de otro.
A la inversa de la moral cristiana, que es estática, absoluta e ignorante de la historia, la ética hedonista es dinámica y se alimenta de los hechos concretos. Para el hedonismo la ética es la vía de acceso a las realizaciones morales.
El hedonismo entiende que la cortesía le afirma al otro que lo hemos visto, que él es.
Así, el hedonismo contiene toda una ética de los buenos modales, practica el ritual de saber agradecer, y la clave consiste en saber DAR. En esto se basa esta ética; crear la moral y encarnar en el propio cuerpo los valores. Saber vivir, como saber ser. Y cuanto más se practica, cuanto más nos entregamos al ritual hedonista, más eficiente se vuelve. Aquí el hábito implica su adiestramiento.
Las civilizaciones más pobres, más humildes y modestas –nos dice Onfray- cuentan con reglas de cortesía que las sociedades fragmentadas y sometidas ni soñarían, porque en ellas suele practicarse la descortesía cíclica.
El hedonismo sostiene que el erotismo es el antídoto perfecto para combatir una sexualidad bestial. Sin embargo, no debemos ignorar que la erótica cristiana es una erótica de odio al cuerpo, a la carne, al deseo, al placer de las mujeres y al goce; porque la erótica cristiana es una máquina de producir eunucos, santos, vírgenes, madres devotas y esposas en grandes cantidades, siempre a costa de lo femenino. La mujer es la primera víctima de este antierotismo.
Recordemos también que occidente inventó el mito del deseo como falta. El viejo mito platónico sostiene que en realidad venimos de una unidad primitiva, dividida por los dioses en señal de protesta; así que cada uno de nosotros es solo un fragmento que arrastra por el mundo su miseria mientras busca su otra mitad para sentir completitud.
Es por este motivo que la pareja fusional representa la culminación de la erótica judeo-cristiana. Esto es, en términos prácticos, la absurda idea del “alma gemela”, que en realidad no termina en otra cosa que en una fagocitosis, un asunto de poder entre dos, en el que uno se traga al otro, convirtiéndolo en un ente, en un no-otro, en una extensión de su yo.
Históricamente se ha considerado que el deseo produce una formidable fuerza antisocial. Por eso se lo domestica y captura, porque representa una energía peligrosa para todo orden establecido. Bajo el imperio del deseo entran en riesgo el tiempo ordenado, la iglesia, la familia, el estado, la obediencia e incluso el ahorro. Y si hay algo peor que un hombre deseante –creanmé- es una mujer deseante, una mujer que no depende de una familia, ni de un hogar para ser. Se le teme a la fuerza del deseo porque el deseo es subversivo y su potencia salvaje debe ser sometida para que la sociedad funcione y exista como tal.
Sin embargo, reducir el deseo es también reducir la enorme potencia de lo femenino. El placer femenino ha sido encerrado en el enorme artificio cultural. Onfray sostiene por ello que para eliminar la miseria sexual debe eliminarse el concepto del deseo como falta, porque la sexualidad no aspira a producir efectos en un futuro cercano sino a gozar en plenitud el puro instante.
Pero mucho cuidado detractores del deseo, porque la idea del puro instante no excluye su duplicación. La reiteración de estos instantes genera justamente una durabilidad en las relaciones. Tal vez, en vez de apostar a consumar y a consumir una historia, como consumimos todo, deberíamos creer en la duplicación del instante porque es allí donde se fabrica la historia pieza por pieza. El instante nunca funcionará como un fin en sí mismo, será el momento arquitectónico de un movimiento posible.
Michel Onfray, tributario de la filosofía de Nietzsche, postula superar lo humano. Lo que no significa el fin del hombre sino que el objetivo es su perfeccionamiento. La humanidad no surge de la forma humana sino de su relación con el mundo. No alcanza con estar en el mundo, en el mundo también están las cucarachas, hace falta una conexión, una relación interactiva y móvil, porque la humanidad de todo individuo se define mediante una triple posibilidad: la consciencia de sí, la consciencia de los otros y una consciencia del mundo, con todas las combinaciones resultantes de cada unión de pares.
Nos dice el Doctor Teran: Quien ignora quién es, quién es el otro y cómo es el mundo estará fuera de la humanidad aunque esté vivo.
El capitalismo y su manera de transformarlo todo nos ha hecho creer que la existencia gana valor mediante la acumulación, es decir, por la cantidad de años vividos; pero la existencia no vale por la cantidad de vida, vale por su calidad.
Por otro lado, el materialismo hace el intento de disminuir los dioses y los miedos, trata de mitigar la idea de la muerte, sin olvidar que vamos a morir. Mediante el ejercicio del “aquí y ahora”, busca filosofías pequeñas y viables antes que construcciones inútiles de santidad y heroísmo, tan sublimes como inalcanzables.
El objetivo primero del materialismo es rechazar el dolor como acceso al conocimiento y a la redención, sin apartarlo de la vida, obvio, aunque integrándolo en ella. Es decir, sin provocarlo. Vivir ahora, procurarse el placer y la alegría, acceder a lo que pide el cuerpo sin culpas y sin detestarlo por ello. Dominar las pasiones, los deseos y las emociones, pero nunca con el propósito de extirparlos.
Entonces, todo se trata básicamente del proyecto de Epicuro: el puro placer de existir. Y, como en la filosofía de Diógenes, aquí solo cuenta lo real. El cuerpo pagano, sin Dios, es el único bien concreto del que disponemos. Para los hedonistas la vida debería ser una fiesta. La filosofía de Nietzsche propuso algo similar, para el filósofo el pensamiento brota de la tensión entre esta carne subjetiva que dice yo y el mundo que la contiene, no viene del cielo.
En contrapartida, los platónicos creen en un cielo de las ideas donde flotan los conceptos. Esta vida no vale nada para ellos, porque nada equivale al fantástico universo conceptual. Así es como en la aristocracia de la filosofía todavía reina Platón, el enemigo de la carne.
Toda la tradición filosófica se opone a que la razón brote del cuerpo, rechaza la materialidad y la mecánica del ser. Rinde honores al fantasma de un pensamiento sin cerebro: no hay carne venerable, la carne es el infierno.
Para avanzar Onfray propone descontaminar los conceptos principales del Hedonismo, aquellos que han sido vaciados de sentido. No podemos seguir aceptando que materialismo se refiere únicamente a la obsesión por la acumulación de bienes y riquezas. El materialismo en realidad es un concepto que considera el mundo reductible a un simple ordenamiento de la materia.
En cuanto al concepto de utilitarismo, otra palabra vaciada de sentido, podemos decir que en la modernidad se lo usa siempre como un concepto asociado a la tendencia a ser egoísta, interesado y carente de toda generosidad. Pero Onfray encuentra que ser utilitarista se refiere estrictamente a buscar la mayor felicidad para el mayor número de personas posible.
Con el concepto de hedonismo ocurre algo similar. Vulgarmente se lo encuentra asociado al placer grosero y trivial del consumismo liberal. Sin embargo, conceptualmente tiene que ver con gozar y hacer gozar. Es cierto que se refiere al goce propio, pero también incluye el goce del prójimo.
Porque no puede haber ética sin prójimo.
El nihilismo postmoderno nos ha llevado a vivir en una época sin brújulas ni cartografía, y el mayor problema quizás sea que cuando una civilización finaliza, antes del inicio de otra, en la transición suele aparecer el pensamiento mágico. Onfray propone transitar la alternativa. Podríamos evitar la polarización judeocristianismo versus islam. Podríamos oponer la inteligencia contra toda doctrina que procure monopolizarnos el espíritu.
Podemos también elaborar una moral más modesta que la que nos proponen las religiones; una moral posible, realizable. Evitar la ética del hombre santo o del héroe, decíamos antes. Esto es, oponer los cuerpos, las pasiones, los deseos, la inteligencia; oponer la vida. Ir tras la ética del sabio.
Porque mientras triunfe Dios la moral será una subdivisión de la teología. Dios ha sido históricamente suficiente respuesta para todo, y cuando no está, el clero atiende las 24 horas.
La ética –dice Onfray- es asunto del cuerpo, no del alma.
Somos cuerpo, no tenemos un cuerpo. Somos un conjunto de órganos en sistemas relacionados entre sí que hacen funcionar esa maquina sublime que es el cuerpo. El bien, el mal, la justicia, la injusticia, incluso la belleza, son conceptos humanos, creados por el hombre, y como tales dependen de decisiones humanas que responden a su vez a convenciones, a contratos históricos. Esas formas no existieron a priori.
No puede haber moral sin conexiones neuronales que lo permitan. La moral no es un asunto teológico entre los hombres y Dios sino una historia inmanente que involucra solo a los hombres. La moral universal, eterna y trascendente debe ceder paso a la ética particular, temporal e inmanente. Sin olvidar que no se trata de ser santos, sino de buscar la sabiduría.
Deberíamos practicar una ética dinámica, siempre en movimiento -escribe Onfray- donde el otro sea responsable de su lugar en el esquema ético. La ética debe ser un espacio donde no exista un lugar definitivo, donde todo fluya en base a las acciones. Así, no existiría la “amistad” sino las demostraciones concretas de amistad; no existiría el “amor” sino las demostraciones del amor. Igual para el odio. Onfray nos habla constantemente de hechos y gestos que formen parte de una aritmética que permita deducir la naturaleza de esas relaciones.
Es así como desde la perspectiva hedonista, el deseo del placer del otro estimulará el movimiento de atracción, mientras el displacer estimulará el movimiento de distancia. Todas las virtudes tienen así el mismo sentido, su presencia une pero su falta desune. En esta ética Dios no juzga y nadie juzga, porque aquí la sanción es inmediata. El resultado consiste en la determinación de una relación, ya sea su descomposición y ruptura o su solidificación.
Epicuro sostenía que era preferible un displacer inmediato si eso nos conduciría a un placer final. El goce sin consciencia para él representaba la ruina del alma; por eso para los epicúreos la sumatoria de los placeres debe ser siempre mayor a la de los displaceres.
Para la ética hedonista, el sufrimiento es el mal absoluto, mientras que el bien absoluto coincidirá con el placer, definido como la ausencia total de perturbación, la serenidad y la tranquilidad del espíritu.
Vivir es moverse entre esos extremos.
Tal vez todo sea un asunto de perspectiva, ya que el hedonismo nunca se posiciona en la indiferencia hacia el sufrimiento, pero los adversarios del hedonismo suelen confundir individualismo con egoísmo. En el egoísmo solo existe el yo, indiferente al sufrimiento del otro. El hedonismo defiende lo contrario y nunca justificaría el placer propio a costa del placer de otro.
A la inversa de la moral cristiana, que es estática, absoluta e ignorante de la historia, la ética hedonista es dinámica y se alimenta de los hechos concretos. Para el hedonismo la ética es la vía de acceso a las realizaciones morales.
El hedonismo entiende que la cortesía le afirma al otro que lo hemos visto, que él es.
Así, el hedonismo contiene toda una ética de los buenos modales, practica el ritual de saber agradecer, y la clave consiste en saber DAR. En esto se basa esta ética; crear la moral y encarnar en el propio cuerpo los valores. Saber vivir, como saber ser. Y cuanto más se practica, cuanto más nos entregamos al ritual hedonista, más eficiente se vuelve. Aquí el hábito implica su adiestramiento.
Las civilizaciones más pobres, más humildes y modestas –nos dice Onfray- cuentan con reglas de cortesía que las sociedades fragmentadas y sometidas ni soñarían, porque en ellas suele practicarse la descortesía cíclica.
El hedonismo sostiene que el erotismo es el antídoto perfecto para combatir una sexualidad bestial. Sin embargo, no debemos ignorar que la erótica cristiana es una erótica de odio al cuerpo, a la carne, al deseo, al placer de las mujeres y al goce; porque la erótica cristiana es una máquina de producir eunucos, santos, vírgenes, madres devotas y esposas en grandes cantidades, siempre a costa de lo femenino. La mujer es la primera víctima de este antierotismo.
Recordemos también que occidente inventó el mito del deseo como falta. El viejo mito platónico sostiene que en realidad venimos de una unidad primitiva, dividida por los dioses en señal de protesta; así que cada uno de nosotros es solo un fragmento que arrastra por el mundo su miseria mientras busca su otra mitad para sentir completitud.
Es por este motivo que la pareja fusional representa la culminación de la erótica judeo-cristiana. Esto es, en términos prácticos, la absurda idea del “alma gemela”, que en realidad no termina en otra cosa que en una fagocitosis, un asunto de poder entre dos, en el que uno se traga al otro, convirtiéndolo en un ente, en un no-otro, en una extensión de su yo.
Históricamente se ha considerado que el deseo produce una formidable fuerza antisocial. Por eso se lo domestica y captura, porque representa una energía peligrosa para todo orden establecido. Bajo el imperio del deseo entran en riesgo el tiempo ordenado, la iglesia, la familia, el estado, la obediencia e incluso el ahorro. Y si hay algo peor que un hombre deseante –creanmé- es una mujer deseante, una mujer que no depende de una familia, ni de un hogar para ser. Se le teme a la fuerza del deseo porque el deseo es subversivo y su potencia salvaje debe ser sometida para que la sociedad funcione y exista como tal.
Sin embargo, reducir el deseo es también reducir la enorme potencia de lo femenino. El placer femenino ha sido encerrado en el enorme artificio cultural. Onfray sostiene por ello que para eliminar la miseria sexual debe eliminarse el concepto del deseo como falta, porque la sexualidad no aspira a producir efectos en un futuro cercano sino a gozar en plenitud el puro instante.
Pero mucho cuidado detractores del deseo, porque la idea del puro instante no excluye su duplicación. La reiteración de estos instantes genera justamente una durabilidad en las relaciones. Tal vez, en vez de apostar a consumar y a consumir una historia, como consumimos todo, deberíamos creer en la duplicación del instante porque es allí donde se fabrica la historia pieza por pieza. El instante nunca funcionará como un fin en sí mismo, será el momento arquitectónico de un movimiento posible.
Michel Onfray, tributario de la filosofía de Nietzsche, postula superar lo humano. Lo que no significa el fin del hombre sino que el objetivo es su perfeccionamiento. La humanidad no surge de la forma humana sino de su relación con el mundo. No alcanza con estar en el mundo, en el mundo también están las cucarachas, hace falta una conexión, una relación interactiva y móvil, porque la humanidad de todo individuo se define mediante una triple posibilidad: la consciencia de sí, la consciencia de los otros y una consciencia del mundo, con todas las combinaciones resultantes de cada unión de pares.
Nos dice el Doctor Teran: Quien ignora quién es, quién es el otro y cómo es el mundo estará fuera de la humanidad aunque esté vivo.
El capitalismo y su manera de transformarlo todo nos ha hecho creer que la existencia gana valor mediante la acumulación, es decir, por la cantidad de años vividos; pero la existencia no vale por la cantidad de vida, vale por su calidad.
Morir bien es preferible a vivir mal.
La muerte nos concierne, aunque no tengamos poder alguno sobre ella. Aspirar a una sociedad pacífica, a un mundo feliz es un deseo por demás infantil. Así que lo único que nos queda es la pequeña utopía concreta: resistir la muerte con toda la fuerza de la vida.
Vivir en plenitud, para no morir en vida.
La muerte nos concierne, aunque no tengamos poder alguno sobre ella. Aspirar a una sociedad pacífica, a un mundo feliz es un deseo por demás infantil. Así que lo único que nos queda es la pequeña utopía concreta: resistir la muerte con toda la fuerza de la vida.
Vivir en plenitud, para no morir en vida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario