Bedoya



Hierven los huevos en la jarra.
El sol cayó
ante la mirada vacuna de Bedoya
detrás del único edificio de más de cinco pisos. 
La mirada de Bedoya 
ni absorbe ni penetra: espejea.
Bedoya pela un huevo duro.
La cáscara                                                                                       
cae en láminas irregulares
sobre la mesada verde.
No hay brillo en las cosas esta estación.
No hay mujeres que usen medias caladas.
El monje Bedoya 
cuelga los hábitos
y va al África a buscar nativas
para llenar los saunas del Once.
Al volver retoma sus votos
y come huevos duros en la penumbra de la cocina.                                                                   
El huevo, según cultos antiguos 
y enterrados, sin lugar en la historia
ni en el inconsciente colectivo, representa 
el alma.
El alma de Bedoya 
es un jirón de tela sucia
que flamea en una estaca
en un baldío de Villa Soldati.                                                           

Su cuerpo, 
un cuerpo pesado
que se desplaza con dificultad
por estancias atiborradas de objetos
ruinosos, es una amalgama
de carne, metal y plástico:
Bedoya es un cyborg, el primero de una generación
creada por Universo Inc.,
y se adapta lentamente a la vida humana.
Bedoya busca en una mesa desordenada
un block de hojas tamaño carta,
lo agarra y ve en la tapa
un castillo con sus torres y almenas
clara, aunque algo escolarmente
dibujadas. Arranca una hoja
de un tirón magnífico, toma un lápiz
y escribe: soy un sueño.
Pero me independicé, le di una patada en el culo
a mi soñador. Yo era pura alma
hasta que caí en manos de los ingenieros de Universo Inc.,
que me fabricaron un cuerpo. Y ahora mi alma sufre
en su cartucho, y añoro a mi soñador
y a las verdes praderas de su cerebro.
Hierve el agua en la jarra.
Bedoya está sentado a la mesa, 
la cabeza entre las manos, los ojos 
enrojecidos clavados en un cuadrado blanco
en el mantel amarillo. Si hay doce categorías racionales,
según Kant, él solo ejerce una, la de sustancia-
accidente: así se descubre
que a más de alma y cuerpo posee
una mente, que funciona como un reloj
con los engranajes enmohecidos, si es que enmohecen
los engranajes de los relojes. Circula en una pista
que va del hombre a la captación
del tiempo que pasa, y de la captación 
del tiempo que pasa a la idea, 
puro pánico, de que el destino existe.
Y, asociada a esta, la idea
de que todo muere.
Pero Bedoya no puede morir. 
Su envoltura está probada
contra todo riesgo por las cabezas más eminentes
de la tecnología global. Así que él se avizora en un futuro
                                                                          apocalíptico
habitando un desierto helado, él y las bacterias,
que no constituyen buena compañía
ni alimento para la vista. Desborda el agua
de la jarra, apaga la hornalla. Mejor dicho, 
en líneas anteriores había dejado constancia
de una generación de Bedoyas que compartirá el mundo
una vez extinta la raza humana, así que no todo 
es tan negro. ¿A qué jugarán los Bedoyas?
Este, por lo pronto, pone los huevos bajo la canilla
de agua fría, espera unos minutos, 
los saca de la jarra, los pela, 
muerde la mitad de uno, la mastica
con cuidado, deja reposar el sabor en la lengua 
unos segundos, traga. Repite la operación
con la otra mitad y luego con el resto:
quince minutos. Queda 
una ristra de horas hasta ir a dormir.
Ver la televisión.
Reírse de las frases más intelectuales
de Chiche Gelblung. Ni una ventana iluminada
en toda la cuadra. Los cyborgs
duermen largamente, en una casa de Villa del Parque
o en cabinas plexiglás. Son
el futuro. Son
la sal de la tierra. Los mejores hijos de Dios.
La especie más ágil, más viva, más ingeniosa
que haya caminado sobre la superficie
del planeta. No puedo esperar
a que existan.


Alejandro Rubio. De: La enfermedad mental (poesía reunida) Ediciones Gog y Magog.

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