Ahí está otra vez el pelafustán de enfrente,
parado al sol como una iguana vieja. Le gusta mostrarse en la puerta. Estira un
poco los brazos, mira para arriba, se abre, hace gestos; exhibe su cara de
piedra. Espera el choripán. “estilo gourmet”, le oiré decir más tarde. Lo sé
sin levantarme de la cama. Lo sé, ya está ahí. Lo sé porque cada mañana sube el olor
nauseabundo del chorizo primordial chamuscándose en el fuego. El del puesto de
chorizos viene silbando bajito y después, cantando a voz viva, se instalará
aquí abajo, justo al pie de mi ventana, para encender el carbón. Así se irá
llenando mi departamento primero de olor a humo después, a chorizo chamuscado. Entonces se cruzará la iguana macho a hacer
el pedido, jactándose del privilegio que brinda poder ser el primero en elegir.
Discutirán de tamaños, siempre elegirá el más grande. Volverá a cruzar, e
impaciente, esperará a que lo llamen con un silbido o un grito.
Devorará temprano, apenas pasada la media mañana, cuidando de no ser visto, vigilando agazapado detrás de las vidrieras que no llegue su esposa: mezcla de gata flora y perro de policía, todo en la misma mujer. Cuando el fuego empiece a crepitar y el aroma suba furioso, me levantaré de la cama. Recién amanecida, desterrada y mustia, como una piltrafa inmunda inducida por el humo y el canto de amor desafinado, cerraré las ventanas. Así será. Entonces veré la instantánea abrumadora: el choricero cantando mientras aviva el fuego con un cartón despanzurrado y sucio sobre la parrilla improvisada y el viejo corriendo a esconder su chorizo a vistas de la esposa-perro. Encenderé un cigarrillo para poder aguantar tanta miseria humana y pensaré en Zeus, mi padre. Padre de todos los hombres y los dioses y me preguntaré, una vez más, cuándo podré por fin mandarme a mudar de este Olimpo de mierda.
Devorará temprano, apenas pasada la media mañana, cuidando de no ser visto, vigilando agazapado detrás de las vidrieras que no llegue su esposa: mezcla de gata flora y perro de policía, todo en la misma mujer. Cuando el fuego empiece a crepitar y el aroma suba furioso, me levantaré de la cama. Recién amanecida, desterrada y mustia, como una piltrafa inmunda inducida por el humo y el canto de amor desafinado, cerraré las ventanas. Así será. Entonces veré la instantánea abrumadora: el choricero cantando mientras aviva el fuego con un cartón despanzurrado y sucio sobre la parrilla improvisada y el viejo corriendo a esconder su chorizo a vistas de la esposa-perro. Encenderé un cigarrillo para poder aguantar tanta miseria humana y pensaré en Zeus, mi padre. Padre de todos los hombres y los dioses y me preguntaré, una vez más, cuándo podré por fin mandarme a mudar de este Olimpo de mierda.
Karina Rodríguez