Nuestra vida secreta

Narcissus by Jody Kelly


Quien es hombre vive en una posición que se extraña absolutamente de sí misma. 
A partir de ahí, no soy más que escenario de una pregunta.
(Peter Sloterdijk)

Y soportar la vida sigue siendo el primer deber de todo ser vivo.
(Sigmund Freud)

Somos frágiles, prisioneros de los conceptos, seres insignificantes que vagan marcados por una comprensión endeble, una conducta impuesta por los demás, una autopercepción distorsionada; excusas suficientes para caer en la oscuridad sin fin de la moral neurótica. 

Sentados sobre nuestros privilegios, la realidad es que producimos para consumir o para acumular. Narciso es el símbolo de este tiempo de hombres endeudados, un tiempo de verdades transitorias. Y de la misma forma que ocurre con la depresión y el hartazgo, este símbolo ya no es propio de las clases altas o medias, lo es de todas ellas. 

La evasión, la huida son soluciones limpias, típicas del individuo posmoderno; un individuo autofágico, que se come a sí mismo aunque sin reinventarse, sin intervenir. Pero sin aprendizaje no será posible renacer; es decir, se repetirá el mismo estúpido una y otra vez, en un bucle. 

Hoy todo es breve. Lo liso, lo pulido, lo brillante significan belleza. Quien no se deslice sobre esas superficies, quien no cambie al ritmo vertiginoso del capital y la moda, queda afuera, se pierde, no encaja. Hoy la asepsia es lo deseable, la asepsia que nos mantiene afuera de la historia, en las superficies, al margen de la vida, como espectadores. 

A pesar de todo, quizá podamos hacer algo para no terminar siendo simples mecanismos fóbicos.

Nos merecemos la opacidad, nuestra vida secreta, la contradicción. Sentir muchas cosas, nadar en el barro, caer mil veces. Hay que inmolarse, entender que tenemos derecho a dejar entrar la angustia, a vivirla, a rechazar la transparencia que nos exigen, porque es una de las pocas maneras de enriquecer la capacidad vital. 

Firmes, de cara a la tormenta, nos merecemos algún día dejar de tener miedo.


Estamos en 1965. Mi madre ha muerto. Se ha publicado mi primer libro de poemas. Mi padre, que, al igual que mi madre, no ha sido nunca lector de poesía, lo lee. Estoy emocionado. La imagen de mi padre ponderando lo que he escrito me llena de un regocijo inefable. Quiere hablarme sobre los poemas, pero le cuesta empezar. Al fin lo hace. Algunos los ha hallado confusos y le gustaría que se los aclarara. Otros le parecen completamente claros y está deseando transmitirme cuánto significan para él. Los que más le dicen son los que dan voz a su sentimiento de pérdida, tras la muerte de mi madre. Parecen expresar lo que él ya sabe pero no logra decir. Su poder es casi mágico. En pocas palabras le cuentan lo que él está sintiendo. Le ponen en contacto consigo mismo. Mi padre puede leer mis poemas –y he de decir que podrían haber sido los de cualquiera– y adueñarse de su pérdida, en vez de que ella se adueñe de él.

Esta capacidad que tiene la poesía de ordenar nuestra casa interior, de formalizar emociones difíciles de articular, es una de las razones por las que seguimos contando con ella en los momentos de crisis y en las ocasiones en que necesitamos saber, en pocas palabras, aquello por lo que pasamos. Pienso en los funerales en particular, pero lo mismo se podría decir de los cumpleaños y las bodas. Sin la poesía tendríamos únicamente silencio o banalidad: el primero, dejándonos a solas con nuestros recursos inadecuados para experimentar la iluminación; la segunda, abaratando con la generalización lo que desearíamos para nosotros solos, empobreciendo nuestra experiencia, convirtiendo en embarazoso nuestro sentido de la intimidad. Si mi padre hubiera vivido más tiempo, se podría haber convertido en un lector de poesía. Había descubierto su necesidad: no solo de mi poesía, sino del lenguaje mismo de la poesía, de las formas en que construye su sentido. 

Y ahora que han pasado los años, cuando escribo algo bueno pienso en mi padre complacido, y pienso también que mi madre, si pudiera escuchar esos versos, despertaría de su siesta y me daría su aprobación.

Mark Strand de La vida secreta de la poesía.


 Para Jessica, mi hija

Esta noche salí a caminar
cerca de casa, y tuve miedo no
del camino sinuoso que tomé
en el amor y el ego, sino más
bien de lo oscuro y lo lejano. Anduve
oyendo el viento y percibiendo el frío,
pero a mí me afligían las estrellas
que ardían en el gran arco del cielo.

Jessica, es más sencillo concebir
nuestras vidas andando entre el efímero
resplandor de las hojas, disfrutando
de aquello que tenemos, que pensar
cómo será posible que unos seres
como nosotros, tan pequeños, puedan
atravesar la oscuridad sin buscar
algún rumbo visible o un destino.

Sin embargo, recuerdo que hubo veces
en que debajo de ese mismo cielo
cada hueso del cuerpo se hizo luz
y la herida del cráneo se abrió para
que entrara el cosmos con sus rayos fríos,
y fueron, un instante nada más,
ellos mismos el cosmos; hubo veces
en que llegué a creer que éramos hijos
de las estrellas, que nuestras palabras
estaban hechas de ese mismo polvo
que flamea en el espacio; aquellas veces
sentía en lo incorpóreo del aliento
que el peso de un día entero se apoyaba.

Sin embargo, esta noche es diferente.
Con miedo de las sombras en que andamos
o desaparecemos por completo,
me imagino una luz que no permita
que vaguemos muy lejos; una luna
secreta o un espejo; alguna hoja
de papel, o algo que puedas llevar
por la oscuridad cuando yo ya no esté.

Mark Strand de Un viejo se va de la fiesta

Peces raros


Estamos en 1957. Me encuentro en casa, durante las vacaciones de la facultad de Bellas Artes, sentado frente a mi madre en el salón. Hablamos de mi futuro. Mi madre considera que he elegido un oficio difícil. Tendré que luchar en la sombra, y puede que pasen muchos años hasta que alcance algún reconocimiento; y ni aún entonces es seguro que pueda ganarme la vida ni mantener una familia. Mi madre piensa que sería más inteligente que me hiciera abogado o médico. Justo en ese momento le digo que, aunque acabo de empezar Bellas Artes, lo que de verdad me interesa es la poesía. “Pero entonces jamás podrás ganarte la vida”, me dice. A mi madre le preocupa que yo pueda sufrir innecesariamente. Le explico que los placeres que es capaz de proporcionar la poesía son muy superiores a los del dinero o la estabilidad. Le propongo leerle algunos de mis poemas favoritos de Wallace Stevens. Comienzo por “La idea de orden en Key West”. Al rato, sus ojos se cierran y su cabeza se vence hacia un lado. Mi madre se ha dormido en el sillón.

Mark Strand de La vida secreta de la poesía.


Gilles Lipovetsky, sociólogo y filósofo francés, escribe que en esta triste posmodernidad social el valor supremo es el individuo, esto representa la manifestación final de la revolución individualista. Es decir, la muerte de lo colectivo. 

Somos egoístas, indiferentes, caníbales protegiendo nuestra parcela de patio. Estamos estancados, como zombies intentando el envión con el cerebro fritosin ideologías ni futuro, el entendimiento del hombre mediocre va en franco descenso. Ya es evidente. Existen algunos puntos de luz, es cierto, pero quizás demasiado dispersos en la noche futura. 

Futuro ya no es sinónimo de progreso. 

Reina un vacío que no es ni trágico ni apocalíptico, un vacío que apenas genera indiferencia. La apatía es un manto que todo lo cubre, la angustia de existir intenta ser neutralizada con la complicidad de los medios de consumo masivo: redes sociales, dispositivos electrónicos, psicofármacos, series, religiones y tarjetas de crédito. 

Hoy todo es hoy. La sociedad posmoderna es la apoteosis del consumo, formada por individuos que se consideran libres mientras comen las mismas cosas, utilizan y consumen los mismos objetos, tienen las mismas ideas, los mismos deseos y creen en las mismas religiones que millones y millones de otros individuos en el mundo.

Es que habitamos un mundo donde día tras día nos dicen qué es lo deseable, cómo y con quién; un mundo donde crecen y se multiplican las técnicas de control social, eso sin ejercer violencia alguna; un mundo donde a nadie le importa lo que los otros dicen, porque hay tantos y tantos contenidos disponibles que existe una indiferencia absoluta por ellos. Palabra tras palabra, imagen tras imagen todos se expresan.

Todos publican, pero nadie mira. 

Así, ya no suena extraño que el individuo actual tome el cuidado de relacionarse solo con aquellos que son como él. Un individuo aséptico, con el agua hasta el cuello, nadando en su pequeño estanque donde lo social se disemina en grupos reducidos. Lipovetski nos asegura que no es que seamos a-sociales, es que creamos microgrupos de identificación con intereses miniaturizados. Una sociedad donde el objetivo general pareciera ser encontrarse con iguales antes que litigar con diferentes. 

No sé si caminamos o no hacia la extinción, lo cierto es que ninguna cosa que haya sido escrita podrá decirnos realmente cómo vivir. Ninguna que persiga esa intención, al menos. Sin embargo, nada nos prepara para la belleza, la exposición permanente a ella, la ética de la pausa, la digestión lenta y calmada de las palabras, de algunas historias, de muchos poemas, es posible que algo logren. Porque existe un aprendizaje -y un goce- que no están vinculados a la vida material.


Fábula ingenua 

Aquí, allá, cuando el río desciende,
quedan pequeñas charcas abandonadas al sol. Sus orillas
de barro empiezan a resquebrajarse
y los pececitos azules se arraciman con angustia
en el centro de un agua que pronto será hirviente.
He aquí la fábula tonta de los que perdieron el gran caudal.

Ya nunca más blancas arenas del fondo del río
ni ramas de sauce jugando en la corriente
ni refugios debajo de las piedras donde el agua se riza
y sisea
ni sombras de los viejos puentes patriarcales
ni luna en el remanso
ni playas bajas que permitan alcanzar la tierra, las casas
ribereñas con puertas para tocar
y clamar con voz pequeñita: vengo del agua, dadme agua.

José Watanabe de Banderas detrás de la niebla. 
Editorial Pre-Textos, Valencia, 2006.
Editorial Peisa, Lima, 2006.


La otra luz

 

You, darkness, of whom I am born
(Rainer Maria Rilke)

Nacemos de la oscuridad, sin dudas. Y esto sin hacer ninguna referencia al nacimiento físico; quiero decir: de algún modo la oscuridad proyecta en nuestras mentes una sustancia que nos moldea. Es a través del pensamiento que encuentra su modo de expresión, y nos hace ser quienes somos. Todo lo que la luz excluye de su ámbito se hace presente de una u otra manera, y nos transforma.

 

No, ninguna caída logró trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre con ascuas arrancadas de cada infierno del corazón.
Tampoco ningún tiempo pronunció ningún nombre con su boca de arena
porque de grada en grada un lenguaje de fuego los levantó hasta el cielo.

(Olga Orozco)

En una primera aproximación podría parecer que es el mundo aquello que nos ofrece una mayor modificación, la realidad con su pie gigantesco, la experiencia vital. Sin embargo, es el interior aquello que no tiene límites y eso incluye al mundo onírico. La realidad es solo el comienzo, uno de los tantos aspectos posibles de la vida. Así, en cada individuo existe un continuum propio, irrepetible, que se mueve de exterior a interior. Es un conglomerado, mixtura de pensamientos, experiencias e ideas que nos hace únicos. De allí nacen la memoria, las obsesiones, las fobias, el temperamento, la personalidad, la creación, el amor y también los sueños, allí es donde nos convertimos en verdaderos exploradores. 


Nadie se muere aquí.
Una criatura vela
envuelta entre sus plumas de ángel invulnerable
jugando con ayer convertido en mañana.
Vuelve a escarbar con un trozo de espejo los terrenos prohibidos,
la oscuridad sin nombre todavía,
para entregar a cada huésped la llave al rojo vivo que abrirá cualquier puerta hacia este lado,
una consigna de sobreviviente
y las semillas de su eternidad
—un áspero alimento con un sabor a sed que nunca cesa—.

(Olga Orozco)

En la oscuridad interior tejemos y destejemos la maraña de eventos y sensaciones, pero también la noche omnipotente, como una diosa nutricia nos alimenta mientras teje su trama dentro y sobre nuestras pequeñas cabezas humanas. Muchos creemos en ella, es elemento y tensión. 

Nadie se pierde aquí.
A la entrada de cada laberinto
la adolescente aguarda con un ovillo sin fin entre las manos.
Otra vez del costado donde perdura el eco,
una vez más del lado que se abre como un faro hacia la soledad,
hay un hilo que corre solamente desde siempre hasta nunca,
que ata con unos nudos invencibles las ligaduras de la separación.
Con ese mismo hilo tejía sus disfraces de araña la impostura
y el estrangulador, noche tras noche, preparaba su lazo mejor para mañana.
Pero ella sonríe aún detrás de su cristal de azul melancolía
escribiendo sobre el vaho de las nuevas traiciones las más viejas promesas
con un tizón ardiendo,
para que nadie pierda la señal,
para que a nadie borre ni siquiera el perdón.

(Olga Orozco)

Y tal vez, en aquellos que decidimos crear, la obstinación por la palabra tenga que ver más que nada con eso: convertir aquello nacido de la maraña interior: 

Nadie sale de aquí.
Yo convierto los muros en ansiosas hogueras que alimento con sal de la nostalgia,
con raíces roídas hasta el frío del alma por la intemperie y el destierro.
Yo cierro con mis ojos todas las cerraduras.
No hay grieta que se entreabra como en una sonrisa para burlar la ley,
ni tierra que se parta en la vergüenza,
ni un portal de cenizas labrado por la cólera, el sueño o el desdén.
Nada más que este asilo de paso hacia el final,
donde siempre es ahora en todas partes al sol de la vigilia,
donde los corredores guardan bajo sus alas de ladrones de adiós a todo mensajero del destino,
donde las cámaras de las torturas se abren en una escena de dicha o infortunio que ninguna distancia consigue restañar,
y por cada escalera se asciende una vez más hasta el fondo de la misma condena.

(Olga Orozco)

En este mundo de seres adocenados, donde ya casi nadie habla de los sueños, donde a toda hora nos venden productos personalizados que no hacen otra cosa que despersonalizarnos cada vez más, donde a cada minuto gobierna la idea de vacío, la lógica de comunicar por comunicar, de expresar constantemente sin tener absolutamente nada para decir, la interioridad es casi la única esperanza de individuación que nos queda. 

La noche ha reducido los árboles y las estrellas ni siquiera palpitan.
Lo que tengo que decir, ¿viene de mí o de donde?

(Juan José Saer)



para violín y piano

¿Qué le queda al día de ti, cuando en la estría más vaga y fina de la sombra
vuelves el rostro hacia la tarde largamente perdida, eternamente rota?
Él te mira, celoso, viajar hacia la próxima luz como hacia un fuego puro,
nostálgico y breve, como quien ha caído en la red de un juego que era en
verdad una secreta condena
sola y sin pausa, naciendo y acunándose en la propia substancia de su horror;

día lejano de ti como una condición de otra,
como un regreso a un pecho muerto.
Todos los días sacrificas un día; allí lo dejas después, entre su luz agonizante
y te encaminas a beber trago a trago la noche espesa y fluvial
para soportar de pie el holocausto del mañana; y es eso
lo que llamas tu vida cuando con los espejos te confrontas
o tiemblas ante un ramo de rosas húmedas y vivas; allí lo dejas
en una danza fría, luz devota del hielo, ambigua inconsistencia blanca,
prehistoria de un aire actual que todavía no respiras; cazador, oh cruel,
enciendes y apagas días como fósforos; oh desvalido, cazas la luz y la 
detienes
y es en vano.

Juan José Saer (1937-2005) de: Para cuerdas (1960)