Peces raros


Estamos en 1957. Me encuentro en casa, durante las vacaciones de la facultad de Bellas Artes, sentado frente a mi madre en el salón. Hablamos de mi futuro. Mi madre considera que he elegido un oficio difícil. Tendré que luchar en la sombra, y puede que pasen muchos años hasta que alcance algún reconocimiento; y ni aún entonces es seguro que pueda ganarme la vida ni mantener una familia. Mi madre piensa que sería más inteligente que me hiciera abogado o médico. Justo en ese momento le digo que, aunque acabo de empezar Bellas Artes, lo que de verdad me interesa es la poesía. “Pero entonces jamás podrás ganarte la vida”, me dice. A mi madre le preocupa que yo pueda sufrir innecesariamente. Le explico que los placeres que es capaz de proporcionar la poesía son muy superiores a los del dinero o la estabilidad. Le propongo leerle algunos de mis poemas favoritos de Wallace Stevens. Comienzo por “La idea de orden en Key West”. Al rato, sus ojos se cierran y su cabeza se vence hacia un lado. Mi madre se ha dormido en el sillón.

Mark Strand de La vida secreta de la poesía.


Gilles Lipovetsky, sociólogo y filósofo francés, escribe que en esta triste posmodernidad social el valor supremo es el individuo, esto representa la manifestación final de la revolución individualista. Es decir, la muerte de lo colectivo. 

Somos egoístas, indiferentes, caníbales protegiendo nuestra parcela de patio. Estamos estancados, como zombies intentando el envión con el cerebro fritosin ideologías ni futuro, el entendimiento del hombre mediocre va en franco descenso. Ya es evidente. Existen algunos puntos de luz, es cierto, pero quizás demasiado dispersos en la noche futura. 

Futuro ya no es sinónimo de progreso. 

Reina un vacío que no es ni trágico ni apocalíptico, un vacío que apenas genera indiferencia. La apatía es un manto que todo lo cubre, la angustia de existir intenta ser neutralizada con la complicidad de los medios de consumo masivo: redes sociales, dispositivos electrónicos, psicofármacos, series, religiones y tarjetas de crédito. 

Hoy todo es hoy. La sociedad posmoderna es la apoteosis del consumo, formada por individuos que se consideran libres mientras comen las mismas cosas, utilizan y consumen los mismos objetos, tienen las mismas ideas, los mismos deseos y creen en las mismas religiones que millones y millones de otros individuos en el mundo.

Es que habitamos un mundo donde día tras día nos dicen qué es lo deseable, cómo y con quién; un mundo donde crecen y se multiplican las técnicas de control social, eso sin ejercer violencia alguna; un mundo donde a nadie le importa lo que los otros dicen, porque hay tantos y tantos contenidos disponibles que existe una indiferencia absoluta por ellos. Palabra tras palabra, imagen tras imagen todos se expresan.

Todos publican, pero nadie mira. 

Así, ya no suena extraño que el individuo actual tome el cuidado de relacionarse solo con aquellos que son como él. Un individuo aséptico, con el agua hasta el cuello, nadando en su pequeño estanque donde lo social se disemina en grupos reducidos. Lipovetski nos asegura que no es que seamos a-sociales, es que creamos microgrupos de identificación con intereses miniaturizados. Una sociedad donde el objetivo general pareciera ser encontrarse con iguales antes que litigar con diferentes. 

No sé si caminamos o no hacia la extinción, lo cierto es que ninguna cosa que haya sido escrita podrá decirnos realmente cómo vivir. Ninguna que persiga esa intención, al menos. Sin embargo, nada nos prepara para la belleza, la exposición permanente a ella, la ética de la pausa, la digestión lenta y calmada de las palabras, de algunas historias, de muchos poemas, es posible que algo logren. Porque existe un aprendizaje -y un goce- que no están vinculados a la vida material.


Fábula ingenua 

Aquí, allá, cuando el río desciende,
quedan pequeñas charcas abandonadas al sol. Sus orillas
de barro empiezan a resquebrajarse
y los pececitos azules se arraciman con angustia
en el centro de un agua que pronto será hirviente.
He aquí la fábula tonta de los que perdieron el gran caudal.

Ya nunca más blancas arenas del fondo del río
ni ramas de sauce jugando en la corriente
ni refugios debajo de las piedras donde el agua se riza
y sisea
ni sombras de los viejos puentes patriarcales
ni luna en el remanso
ni playas bajas que permitan alcanzar la tierra, las casas
ribereñas con puertas para tocar
y clamar con voz pequeñita: vengo del agua, dadme agua.

José Watanabe de Banderas detrás de la niebla. 
Editorial Pre-Textos, Valencia, 2006.
Editorial Peisa, Lima, 2006.


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