I renounce God! I renounce him!
And all you hypocrites who feed off him!.
If my beloved burns in hell so shall I.
I, Dracula, voivode of Transylvania shall arise from my own death,
to avenge hers with all the powers of darkness.
(Bram Stoker´s Dracula 1992)
Las crónicas de la época dicen que Albert Camus era un extranjero. Un ateo, a quien el mensaje cristiano le fue completamente ajeno aun desde la infancia; pese a los intentos de un entorno opresivo y evangelizador. Un hombre de su época, aunque sincero, lúcido y sensible. Tanto, que sintió y expresó como pocos la angustia de vivir en nuestro mundo, reconociendo en su propia carne la ansiedad de ser un solitario en medio de la masa humana desbordante. Preocuparse, ensayar, pensar en la rebeldía no deja de ser una acción profundamente combativa. Camus escribió para salvarse -y así nos salva- de la amargura.
Muchas veces me pregunto qué pensaría si viviera hoy entre nosotros.
Igual que Baudelaire en la ciudad que deviene moderna ante sus ojos, vivió el horror de descubrir que nada existe sobre el hombre, que nada nos guía y nada se nos impone. Libres de ataduras, emancipados de una superstición de siglos, nuestro es el reino, nuestro el poder y la gloria. Y la responsabilidad.
Porque sin dios mediador no todo está permitido.
El hombre rebelde y absurdo de Camus conoce sus límites, no elude la finitud, se niega a adorar. Muchas veces dice no, recalcula, apuesta por la libertad y la justifica. Respeta, porque trata de conocer esos límites, y los habita como lo que son: el intersticio húmedo y ciego entre dos espacios apenas cognoscibles. Nosotros, simples mortales, nos quedaremos sólo con el crédito de poder darle un sentido propio a tantas buenas ideas ajenas.
Después de todo, no importa lo que sea la vida sino la forma en que elegimos atravesarla.
Es cierto que tal vez solo seamos actores revolcándonos en un escenario polvoriento, justo ahora que en el ambiente hay un sosiego mortal y acomodaticio. Pero podríamos aprovechar para ser un poco menos pobres, un poco menos miserables que los actores de Shakespeare y, sin dejar de debatirnos entre contradicciones eternas, embarcarnos febrilmente en esta aventura. Porque seguramente cuando Sir William pensó en sus actores languideciendo como aburridas llamas no pensó en tipos como Albert Camus.
ya podéis considerarme un hijo dilecto:
uno más de los que cerraron su oído al motín,
y el corazón a la aventura.
En el muslo de dios
En el muslo del dios, de padre libidinoso
como todos los padres y madre, ay, fulminada
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir –lo patente– y se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
de los que un día me despedazaron y cocieron
mis miembros en un caldero o, según otros,
–y es lo que yo creo– me condenaron al polvo?
De todos modos no podían contra mí, contra
este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó
y guardó a expensas del cual ha sido reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
que permaneció tres días en la profundidad del infierno
–mi alma, que la muerte no pudo corromper
y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad–.
Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
el misterio de la planta que nace de la ceniza
y crece y se expande y ofrenda al Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
grita conmigo, el grito que te hará nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierten en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.
Horacio Castillo de: Cendra. Ediciones del Copista. 2000.