Los santeros

 

   Te vi casada en la religión yoruba, fumabas. Como una estrella de cine varada en el camino: una mano ligera al costado del cuerpo; soplado todo el aire, la panza chata y dura. No respiren: es un segundo nada más, y después la foto te queda para toda la vida. Sonreí. Un pañuelo blanco en la cabeza, la manera de un turbante; la pollera tenía unos pliegues dorados, me acuerdo, y vos una sonrisa que me pareció escasa. La piel te brillaba limpia de tanta convicción, los ojos fijos en la cámara. Inocentes y tensos me parecieron. 

    Era el momento de robarle un sueño a esta ciudad. Imaginé los cantos, sin conocer tu voz. Después leí que en esas fiestas los novios preparan un ayuno, concentran desde el día anterior. Me pregunto si lo hiciste, si el amor dio para tanto; si esa noche, obligados por la tradición, descansaron los dos en el suelo frente a los Orishas sin tocarse y sin hablar con nadie; si Obatala, señor y juez, logró unir las conciencias para que fueran una. Siempre imaginé que le tendrías miedo a las gallinas y a la sangre. 

    ¿Habrás bebido suficiente aquella noche? ¿Suficiente hasta caer rendida? Las chicas del curso de Mary Kay ¿lloraron? ¿Se tiraron al suelo? ¿Se arrancaron los ojos poseídas por el dios? ¿Se vistieron de blanco? ¿Invitaste a los del curso de Sommelier y Maridaje? ¿Meter tanto la nariz en las copas sirvió para algo? 

    Como para separarlo de la brujería, del taco aguja y el taier, los santeros de La Chacarita te explicaron que era un matrimonio espiritual, que lo que los dioses unen no debería separarlo el hombre; una filosofía de vida, dijeron, y les creíste. Acaso no sabías que esas bodas no funcionan como amarres, que no son actos de magia, que no duran para toda la vida.

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