En el libro Ser y Tiempo, Heidegger se planta para hablarnos de la cotidianidad y la define como la "existencia inauténtica" o la "vida impropia". El das man, dice (en alemán), se refiere al hombre impersonal, ese que es igual a otros hombres y que hace lo que todos hacen; o sea, está normalizado por el entorno. En definitiva, la cotidianidad es ese lugar donde pensamos lo que debe pensarse (o como debe pensarse, lo que es peor), decimos lo que debe decirse y actuamos como debe actuarse. Cuántas veces el deber nos toma como rehenes.
Así el hombre desaparece como individuo, coloca sus cotidianos en el lugar de Verdad y se hace indistinguible de otros, no llama la atención, no sobresale. No obstante eso, vive de acuerdo a lo que esos otros definen para él, al elegir vivir en la cotidianidad acepta lo que se ha denominado normalidad.
A pesar de todo esto, es esa existencia inauténtica la que nos asegura el ingreso al cielo de la comunidad, lo que es decir, a la esfera pública, o sea, a nuestro propio grupo de amigos y familiares. Aunque la palabra inauténtico tenga muy mala prensa, esto no necesariamente tiene que ser malo ya que, mal que nos pese, otorga cierto equilibrio necesario, porque de esta forma eludimos la consciencia de la muerte. En otras palabras, Heidegger dice que eludimos la consciencia de la muerte para no morir de lucidez.
Sin embargo, deberíamos recordar cada tanto que no solo nos vamos a morir igual, lo pensemos o no, sino que solemos estar tan arrojados a esa cotidianidad inmunda, tan habituados a ella, que cualquier cosa que amenace nuestra paz nos aterra. Y a tal punto llega nuestra ceguera, que recuperar la angustia como motor existencial se ha convertido en toda una utopía.
No puedo parar de percibir. Por eso es que todo el tiempo dudo de mis percepciones. Porque muchas veces eso que capto no coincide con la percepción de los demás. Me dicen que soy rara, porque siempre soy la primera en detectar un error, una falta, un olor nuevo, una zona diferente, una textura. El color disperso en el arco iris, ese que logra apartarse, se mezcla indefinible con el cielo, pero está. La primera de todos que escucha un sonido, la voz del pájaro, la madera que cruje cuando abraza el silencio de la casa muda, la primera en encontrar la falla.
Pero se que todo eso no es porque tenga capacidades especiales, bastante lejos estoy de las virtudes; mucho menos porque tenga un instinto más agudo. No vuelo en escobas, no puedo transformarme en animales ni invocar las tormentas. No puedo resucitar a los muertos. La verdad es que son mis sentidos los que me atormentan todo el tiempo. Ni siquiera cuando duermo logran desconectarse. Así, un susurro en la ventana me despierta, la voz del viento me estremece sin razón, los labios amados, aún en sueños, se sienten realidad y eso hace lo propio en los objetos.
Fui atravesada por la mirada. Pero no pude cambiar lo que siento. A nivel cerebral, las emociones son más profundas y primitivas que los sentimientos, lo dijeron en una película de Jeff Bridges. Era una película de Hollywood, donde a la gente le impedían sentir y recordar. Pero había paz. Cada mañana, antes de salir al mundo, tocaban un botón que les inyectaba una droga capaz de anular el deseo. Ellos no lo sabían, obedecían como ovejas. El protagonista sintió en el cuerpo que algo pasaba, que había mucho, pero que estaba más allá. Y encontró la manera de burlar al sistema; su inyección diaria la recibía una manzana. Hay muerte en tu zona segura. Hay muerte y cansancio; una muerte distraída, la peor. Bostezar es la expresión de tu agonía. El cadáver que sos vos, en el piso, delimitado por la cinta blanca que rodea tu perímetro, la evidencia de la posición de los occisos, para cuando te retiren de ahí.
Te vi casada en la religión yoruba, fumabas. Como una estrella de cine varada en el camino: una mano ligera al costado del cuerpo; soplado todo el aire, la panza chata y dura. No respiren: es un segundo nada más, y después la foto te queda para toda la vida. Sonreí. Un pañuelo blanco en la cabeza, la manera de un turbante; la pollera tenía unos pliegues dorados, me acuerdo, y vos una sonrisa que me pareció escasa. La piel te brillaba limpia de tanta convicción, los ojos fijos en la cámara. Inocentes y tensos me parecieron.
Era el momento de robarle un sueño a esta ciudad. Imaginé los cantos, sin conocer tu voz. Después leí que en esas fiestas los novios preparan un ayuno, concentran desde el día anterior. Me pregunto si lo hiciste, si el amor dio para tanto; si esa noche, obligados por la tradición, descansaron los dos en el suelo frente a los Orishas sin tocarse y sin hablar con nadie; si Obatala, señor y juez, logró unir las conciencias para que fueran una. Siempre imaginé que le tendrías miedo a las gallinas y a la sangre.
¿Habrás bebido suficiente aquella noche? ¿Suficiente hasta caer rendida? Las chicas del curso de Mary Kay ¿lloraron? ¿Se tiraron al suelo? ¿Se arrancaron los ojos poseídas por el dios? ¿Se vistieron de blanco? ¿Invitaste a los del curso de Sommelier y Maridaje? ¿Meter tanto la nariz en las copas sirvió para algo?
Como para separarlo de la brujería, del taco aguja y el taier, los santeros de La Chacarita te explicaron que era un matrimonio espiritual, que lo que los dioses unen no debería separarlo el hombre; una filosofía de vida, dijeron, y les creíste. Acaso no sabías que esas bodas no funcionan como amarres, que no son actos de magia, que no duran para toda la vida.