Dijo Eurídice



El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado: 
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.

Para ser recitado en la barca de Caronte (Horacio Castillo)


Cuando la literatura se mete con los dioses, con las diosas, podría parecer que no hay espacio para nadie más. Sin embargo, quienes estudian los mitos antiguos nos aseguran que, en la mitología griega, Caronte (del griego antiguo: Χάρων Khárôn: brillo intenso) fue mejor conocido como el barquero del Aqueronte, uno de los cinco ríos del inframundo, un pantano insalubre
 digamos todo que lamía con tristeza ese páramo desolado y mudo. 

En 1915, el escritor inglés Lord Dunsany escribió esta pequeña ficción que nos permite pensar a Caronte como una pieza irreemplazable en el engranaje del mito. Esta reproducción es gentileza del blog El espejo gótico


Caronte

Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.

Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.

Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario, esto habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Caronte se inclinaba hacia adelante y remaba.

Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Solo un pasajero; los dioses saben. Y un Caronte grande y cansado remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.

-Soy el último -dijo.

Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.


Lord Dunsany (1878-1957)

Así que Caronte era un porteador, el encargado de recibir las almas errantes de los difuntos y transportarlas de un lado al otro del río para entregárselas a Hades, el dios de esa tierra, por un precio. Eso era posible siempre y cuando el difunto tuviera un óbolo, es decir una moneda, dinero, para pagarse su viaje. 

Por esta misma razón, en tiempos de la Antigua Grecia, los difuntos solían ser enviados a destino con dos monedas, que se ubicaban normalmente en los ojos. Entre los deudos se rumoreaba que quien no tuviera ese dinero estaría a merced de la caridad y las buenas intenciones del viejo Caronte, pero que el tiempo promedio de espera para poder cruzar sin tener dinero era de unos cien años. 

Una razón concreta de los griegos para planear jugosa venganza.

Dicen que era sumamente difícil que Caronte dejara cruzar a un mortal. Sin embargo, la mitología también nos cuenta que el fortachón de Heracles lo logró, que lo hizo utilizando su destreza y su gran fuerza física, y que Caronte no se las llevó de arriba: fue encarcelado por Hades, encerrado en una urna diminuta, durante un año completo. 

Las malas lenguas dicen también que existió otro mortal que logró cruzar ese río sin cumplir las condiciones de Caronte. Dicen que Orfeo, el que calmaba a las fieras, cuando perdió a Eurídice se lamentaba amargamente, que tocaba canciones tan tristes que todas las ninfas y los dioses lloraban, así que para no tener que soportarlo más le aconsejaron que descendiera a buscarla. Orfeo cruzó el río mediante la estrategia de su canto, un canto que durmió a Cancerbero y entretuvo a Caronte.

En definitiva, tuvo su oportunidad. Durante su viaje fue capaz de sortear muchos peligros; empleó su música, con ella hizo detener los tormentos del inframundo, logró ablandar el corazón de los dioses, que permitieron a Eurídice volver al mundo de los vivos, con la única condición de que él caminara delante de ella todo el camino de vuelta sin mirar atrás hasta que hubieran alcanzado el mundo y los rayos de sol otra vez bañaran sus cabellos. 


El destino posterior de Orfeo sin embargo se comenta siniestro, hay quienes aseguran que volvió a los márgenes, que permaneció ahí, llorando. Otros dicen que, hartas de su lamentoinsatisfechas con los resultados, las Ménades despedazaron su cuerpo, que arrojaron su cabeza al río nuevamente, y que navegó gimiendo en esas aguas, balbuceando una especie de cántico, hasta llegar a la isla de Lesbos. 

Chismes aparte, en este punto deberíamos escuchar lo que tiene para decir sobre ese lejano día otro habitante de los márgenes, la mismísima Eurídice: 


Dice Eurídice

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías: 
horror de que me vieras así, con este tocado de sombras, 
el pelo sin brillo –el pelo, que el sol no se cansaba de dorar–.
Terror también de que no fueras el mismo –el que permanecía en mi memoria– 
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo. 
Hace tanto que nadie venía por aquí, 
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro, 
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome, 
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida. 
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija, 
y caminé por el sombrío corredor 
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho 
y un carbón encendido en medio de las piernas. 
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz, 
los árboles junto a los cuales caminábamos, 
aquella habitación llena de espejos 
donde flotábamos como dos ahogados. 
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso, 
tu pensamiento se espantó como un caballo, 
y vi que tratabas de desprenderte de mí, 
de librarte de la trampa de la materia mortal. 
“No te vayas –supliqué– no me dejes aquí, 
déjame ver de nuevo las nubes y el sol, 
suéltame por el mundo como una potranca tracia.” 
Pero tú ya corrías hacia la salida, 
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas, 
cómo cantabas en la ribera del río infernal 
nuestra vieja canción: “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura.”

Horacio Castillo (Argentina, 1934 - 2010)

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