Nosotros dos aún



Nosotros dos aún es un poema de amor del escritor y pintor belga Henri Michaux (1899 - 1984). Lo compuso después de la trágica muerte de su esposa a causa de un incendio. El poeta argentino Raúl Gustavo Aguirre lo tradujo, el escritor argentino Néstor Sánchez, atravesado por la misma incertidumbre de sentido, lo tomó como inspiración para su novela de 1966.


Nosotros dos aún

Aire del fuego, no supiste jugar.

Arrojaste sobre mi casa una tela negra. ¿Qué es esta opacidad en todas partes? Es la opacidad que cubrió mi cielo. ¿Qué es este silencio en todas partes? Es el silencio que hizo callar mi canto. 

Para esperar me hubiera bastado con un hilo de agua. Pero te lo llevaste todo. El sonido que vibra me fue quitado. 

No supiste jugar. Atrapaste las cuerdas. Pero no supiste jugar. Tapiaste todo en seguida. Rompiste el violín. Arrojaste llamas sobre la piel de seda para hacer un horrible pantano de sangre. 

La felicidad reía en su alma. Pero era todo mentira. No duró mucho la risa. 

Ella estaba en un tren que rodaba hacia el mar. Estaba en un huso que hilaba sobre la roca. Se abalanzaba, aunque inmóvil, hacia la serpiente de fuego que iba a consumirla. Y fue allí, de pronto, cuando sorprendió a la confiada, mientras peinaba sus cabellos, contemplando, en el espejo, su felicidad. 

Y cuando vio subir esas llamas sobre ella, oh... 

Al instante, la copa fue arrancada. Sus manos no sostuvieron nada más. Vio como la apretaba en un rincón. Se detuvo allí arriba como un enorme tema de meditación por resolver antes que nada. Dos segundos más tarde, dos segundos demasiado tarde, huía hacia la ventana, pidiendo socorro. 

Las llamas entonces la rodearon. 

Ella se encuentra ahora en una cama, su sufrimiento sube hasta el cielo, sin encontrar a Dios... su sufrimiento desciende hasta el fondo del infierno, sin hallar al demonio. 

El hospital duerme. La quemadura despierta. Su cuerpo, como un parque abandonado... 

Desalojada de sí misma, busca cómo volver a entrar. El vacío por donde deriva no responde a sus movimientos. 

Lentamente, en la granja, su trigo arde. 

Ciega, a través de la larga barrera del sufrimiento, durante un mes, remonta el río de la vida, natación atroz. 

Paciente, en lo innombrable tumefacto, vuelve a trazar sus formas elegantes, teje de nuevo la camisa de su piel fina. La curación está allí. Mañana cae la última venda. Mañana... 

Aire de la sangre, no supiste jugar. Tampoco tú supiste. Arrojaste súbitamente, estúpidamente, tu tonto coagulo obstructor a través de la nueva aurora. 

Ella ya no encontró lugar en el tiempo. Le fue preciso volverse hacia la muerte. 
Apenas si divisó la ruta. Un segundo abrió el abismo. El siguiente la precipitó en él. 

De este lado quedamos aturdidos. No tuvimos tiempo de decir adiós. No ha habido tiempo para una promesa. 

Ella desapareció de la película de esta tierra. 

Lou 
Lou 
Lou, en el retrovisor de un breve instante 
Lou ¿no me ves? 
Lou, el destino de estar juntos para siempre 
en que tenías tanta fe 
¿Y bien? 
No vas a ser como las otras que ya nunca más hacen una seña, 
sumergidas en el silencio. 

No, no debe besarte a ti la muerte para separarte de tu amor. 
En la pompa horrible 
que te distancia hasta no sé qué milésima dilusión 
buscas aún, nos buscas un lugar 
Pero tengo miedo 
No hemos tomado bastantes precauciones.

Debimos haber sido informados mejor, 
Alguien me escribe que tú, mártir, velarás ahora por mí. 
¡Oh! Lo dudo. 
Cuando toco tu fluido tan delicado, persistente en tu cuarto y tus objetos familiares que aprieto entre mis manos 
este fluido tenue al que sería preciso proteger para siempre 
Oh lo dudo, dudo y tengo miedo por ti, 
impetuosa y frágil, dispuesta a las catástrofes.

Con todo, voy a las oficinas en busca de certificados 
derrochando momentos preciosos
que más bien debería emplear para nosotros, precipitadamente, mientras tiritas
esperando con tu maravillosa confianza que yo llegue y te ayude, venga a sacarte de aquí, pensando "seguramente vendrá... 
Habrá tenido algún percance pero no tardará.
Vendrá, yo lo conozco.
No va a dejarme sola. 
No es posible. 
No va a dejar sola a su pobre Lou..." 

Yo no conocía mi vida. Mi vida pasaba a través de ti. Se había vuelto simple, ese gran asunto complicado. Se había vuelto simple a pesar del dolor. 
Tu fragilidad: yo era fuerte cuando se apoyaba en mí. 

Dime, ¿es que verdaderamente no nos encontraremos nunca más? 

Lou, hablo una lengua muerta, ahora que ya no te hablo. Tus grandes esfuerzos de liana en mí, lo ves, han logrado su fin. ¿Lo ves al menos? Es cierto, tú jamás dudaste. Se necesitaba un ciego como yo, se necesitaba tiempo, tu larga enfermedad, tu belleza, resurgiendo de la debilidad y de las fiebres, se necesitaba esta claridad en ti, esta fe, para horadar por fin la pared de la apariencia, de su autonomía. 

Tarde lo vi. Tarde lo supe. Tarde, aprendí "juntos" aquello que no parecía estar en mi destino. Pero no demasiado tarde. 
Los años pasaron para nosotros, no contra nosotros. 

Nuestras sombras respiraban juntas. Debajo de nosotros, las aguas del río de los acontecimientos corrían casi en silencio. 

Nuestras sombras respiraban juntas, y todo estaba por ellas recubierto. 

Tuve frío con tu frío. Bebí sorbos de tu pena. Nos perdíamos en el lago de nuestros intercambios. 

Rico de un amor inmerecido, rico que se ignoraba con la inconsciencia de los poseedores, he perdido ser amado. Mi fortuna se consumió en un día. 

Árida, mi vida continúa. Pero no me doy cuenta. Mi cuerpo permanece en tu cuerpo delicioso y en mi pecho hay antenas plumosas que me hacen sufrir con el viento del saqueado. Lo que ya no está se aferra, y su ausencia devoradora me invade y me consume. 

Extraño los días de tu sufrimiento atroz en la cama del hospital, cuando yo llegaba por los corredores nauseabundos, atravesados por gemidos, hasta la momia espesa de tu cuerpo vendado y esperaba emerger de pronto, como el "la" de nuestra alianza, tu voz dulce, musical, contenida, resistiendo con valor la fealdad de la desesperación, cuando, a tu vez, escuchabas mis pasos y murmurabas, libre: "Ah, estás allí". 

Yo apoyaba mi mano sobre tu rodilla, por encima del sucio cobertor, y todo desaparecía entonces: el hedor, la horrible indecencia del cuerpo tratado como un barril o como un albañal por seres extraños, atareados y recelosos, todo se deslizaba hacia atrás, dejando que nuestros dos fluidos, a través de los remedios, se encontraran de nuevo, se mezclaran en un aturdimiento del corazón, en el colmo de la amargura, en el colmo de la dulzura. 

Las enfermeras, el interno, sonreían; tus ojos llenos de fe apagaban los de los otros. 

Aquel que está solo, se vuelve de noche contra la pared para hablarte. Sabe lo que te animaba. Viene de compartir el día. Ha mirado con tus ojos. Ha escuchado con tus oídos. Siempre tiene cosas para ti. 

¿No me responderás algún día? 

Pero tal vez tu persona se ha vuelto como un aire del tiempo de la nieve, que entra por la ventana, que uno cierra, presa de escalofríos o de un malestar precursor del drama, como me ha ocurrido hace algunas semanas. El frío se echó de pronto sobre mis espaldas, yo me cubrí precipitadamente y me volví cuando eras tú quizás y la más cálida que pudieras darte, esperando ser bien recibida; tú, tan lúcida, no podías expresarte de otra manera. Quién sabe si en este mismo momento no esperas, ansiosa, que yo por fin comprenda, y vaya, lejos de la vida donde ya no estás, a reunirme contigo, pobremente, pobremente, es verdad, sin medios, pero nosotros dos aún, nosotros dos... 



Henri Michaux (1899 - 1984)
Traducción de Raúl Gustavo Aguirre (1927 - 1983)

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