Volví del sueño como se vuelve de la muerte,
con voluntad desintegrada. Fui obligada a reaccionar. Sentí el roce de los
dedos en la espalda, la mano borrosa todavía, y pesada. Sobre la piel. La
suavidad de las sábanas en la mejilla y los hombros helados. El contacto
insistente me pareció delicioso. Se hizo continuo, ondulante. Durante unos
segundos, describió un recorrido caprichoso, hábil. La danza de las cortinas,
normalmente muda, hizo un sonido ronco que se pareció al zumbido de un insecto.
Levanté la mirada casi por instinto, lo hice sin formularme preguntas. Sin
pensar realmente en las cortinas. Vi la luz del foco de la calle desparramarse
justo en la ventana y se me clavó en el ojo que dejé disponible.
Él me sostuvo el cuello con firmeza y después
me soltó para volver a empezar. Los dedos quemaban. El vientre ya tenso, en
espera, reactivo, se anticipó al goce casi de inmediato. Estaba desnuda,
desnuda y boca abajo, así me había perdido en el sueño sin pasar por ninguna
lucidez previa, o no me acordaba. Ahora, húmeda, propicia y esperando más,
volvía a todas las señales que latían en la habitación. Nublada como estaba, sólo
podía pensar en una cosa. La mano insistía, siguiendo el recorrido de mi
espalda. Me arqueé un poco, invitándolo, como de costumbre. Después,
enloquecida de gozo me di vuelta buscando sus ojos. Él también dormía, boca
abajo, a mi lado.
Karina Rodríguez
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