Pájaros muertos

 


El pájaro rompe el cascarón. El huevo es el mundo. Quien quiere nacer tiene que romper el mundo. El pájaro vuela hacia Dios y Dios es Abraxas.

Hermann Hesse. (Demian)


En estos tiempos aciagos, de sequía, de tierras bien muertas, creer que pensamos lo que queremos es hacer ficción de la buena. Es cierto que es posible, por tanto, intentar. Nos arrojaron aquí sin demasiadas respuestas y hay que arreglarse. Arreglarse y salir a buscar.  Se puede desear, se puede querer pensar distinto, ser único, ser raro. 

Pero estando tan sujetos como estamos, como nacimos, la verdad es que lograrlo es una utopía.

Tal vez por eso hay esta búsqueda, esta deriva entre luz y oscuridad, esta ambigüedad de los seres incómodos, los que rascan las paredes con las uñas, los que comen tierra. Tal vez por eso nos acercamos al pensamiento filosófico, a la lectura, a la escritura y a la poesía; para huir del hipnotismo colectivo, para hacer un agujerito y salir a respirar, para romper un poco el cascarón del mundo, para no ser pájaros muertos. 


 

Nunca es tiempo de chequear titulares

Era cosa segura. Llegabas a tu casa y veías a uno de tus viejos –o a los dos– clavado delante de la tele, a veces un domingo, otras recién después de trabajar, escuchando el alarido histérico del presentador del programa de concursos que se acomodaba la corbata y le guiñaba el ojo a las conejitas que se paseaban por todo el set gratuitamente para entregarle un sobre, elegido entre miles de sobres similares, donde dormía el nombre del afortunado que iba a competir por un viaje a Uruguay o un 0 kilómetro. Los viste ceder sin dar pelea a las publicidades, aceptarlas como cortometrajes del vacío, criticar las malas elecciones de fraseo o de la vestimenta, ponerse en stand-by como televisores a la espera de la señal de vida. Así todos los días. Juraste no caer en manos de las trampas que los pescadores de billetes y mentes tienden con oficio. Soy el amo de mi destino, repetías, soy el capitán de mi alma. Lo creíste. Nada que no quisieras podía amarrarte, nadie, por eso le pedías al segundo de tus grandes amores que te atara bien fuerte de las piernas. 
Después ya no cantaba el gallo al volver tarde, muy tarde, al dormitorio, pero el cielo tenía el color del sexo y el amor desastrados y te seguía llenando de lágrimas. Cada llanto, cada horror sin propósito, cada desilusión lavó y secó al sol el lienzo de tu paisaje místico hasta que fue un andrajo. El cansancio desata los cordones y te apoltrona en un pellejo ajeno, repetido. La pantalla te acompaña hasta al baño y te susurra por lo bajo. Nunca perdiste el miedo, solamente lo escondés mejor. Tenés demasiado poco tiempo para eludir los cada vez más duros protocolos de seguridad informática, estás demasiado ocupado, demasiado exhausto, demasiado merecedor de un ínfimo confort que te permita llegar al mes que viene. Contratás el servicio de streaming. 
Podrías ponerte en exigente: buscar una película de esas que no ves nunca y te hacen sentir más extravagante, pero hoy no es el día. Tu colega entre millones de usuarios similares te recomendó algo que sí te va a gustar. No eras mejor que tus viejos, ni más astuto ni más perceptivo. Solamente llegaste después, a tiempo para el cebo que vino a capturarte. Termina el episodio de la serie moderna en un atractivo giro argumental. Podrías levantarte y cocinar la salsa que te sale tan bien. Tenés hambre pero también tenés pocos segundos para reaccionar. Los dejás pasar sin dar pelea: son gatos detrás del atún recién abierto. Empieza otro episodio. Te dejás atrapar.

Rita González Hesaynes.

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