Alaska

         
         El ruido generado por el choque de los cuerpos
Jorge Marín


El ojo de la foca -mi amuleto- me llevará hasta el oso blanco.
¿Hay algo más bello que perseguir al oso blanco en el océano blanco?
Hace muchos sueños que sigo sus rastros, estas pisadas
en la nieve que el viento borra y no llevan a ninguna parte;
y los ojos, de tanto mirar, ya han dejado de ver.
Pero a veces, en la inmensa blancura, he creído escuchar
una especie de lamento,
un bostezo no parecido al de ninguna otra criatura viviente;
y cuando aparecen los primeros pelos de la sombra
y el sol sangra cada vez más hasta desaparecer,
alguien ha visto una silueta sobre la ladera
convirtiendo la noche en el día, la oscuridad en luz.
Ahora se ha agotado el aceite de la lámpara,
las estrellas emigran hacia la tierra del caribú
y los hombres, excitados, colocan las trampas,
esperan la presa que se oculta para mostrarse.
¿Qué es ese resplandor en la escarpada colina?
Tres veces he frotado el ojo de la muerte,
tres veces prometí las vísceras a los hombres y los perros,
tres veces ofrecí como cebo mi corazón.
Y un día temblarán los cielos y la tierra,
un día la vara mortal atravesará su cuerpo,
y entonces colgaremos de un asta su vejiga
para ahuyentar la sombra y el espíritu de la sombra.
Luego arrastraremos sus restos cuesta abajo, hacia el mar,
y envueltos para siempre en la piel inmaculada,
seguiremos la marcha riendo clamorosamente
y dándonos los unos a los otros grandes palmadas en la espalda.


Horacio Castillo de Alaska, 1993.

El mar


Nos avisa Borges: Tennyson escribe esto en su juventud

«Bajo los truenos de la superficie, en las honduras del mar abismal, el Kraken duerme su antiguo, no invadido sueño sin sueños. Pálidos reflejos se agitan alrededor de su oscura forma; vastas esponjas de milenario crecimiento y altura se inflan sobre él, y en lo profundo de la luz enfermiza, pulpos innumerables y enormes baten con brazos gigantescos la verdosa inmovilidad, desde secretas celdas y grutas maravillosas. Yace ahí desde siglos, y yacerá, cebándose dormido de inmensos gusanos marinos hasta que el fuego del Juicio Final caliente el abismo. Entonces, para ser visto una sola vez por hombres y por ángeles, rugiendo surgirá y morirá en la superficie.»


(En: El Libro de los Seres Imaginarios)

¿Pero qué nos pasa con el mar? ¿Por qué nos seduce? ¿Por qué soñamos, pensamos, hablamos con él? ¿Por qué mentamos el mar? Si el hombre nació en la tierra, si la tierra es nido, madre, sangre viva, hogar, si es nuestro punto de apoyo y de partida; si es certeza, sosiego, elemento seguro
 El mar, en cambio, es orfandad que desafía con su inconcebible grandeza. Hacerse a la mar no es más que entregarse a la aventura desconocida, llena de enormes monstruos cuyas presentaciones se nos hacen imposibles. Hay algo fuertemente vivo en el mar, algo femenino, poderoso, rugiente. Algo que se intuye pero que se nos hace a la vez misterio profundo. 
Somos seres terrestres, cierto. Pero con ansias de mar.


Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.

¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo ser que roe los pilares
de la tierra y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?

Quien lo mira lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan, las hermosas

tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.


Jorge Luis Borges. El mar

Sangrientas matemáticas nos ordenan


Yo sabía que era posible estar desesperado,
pero ignoraba el significado de esa palabra.
Creía, como todo el mundo,
que era una enfermedad del alma.
Pero no, es el cuerpo el que sufre.
(Albert Camus)


Hay gente que se pasa la vida tratando de vivir con la menor intensidad posible, en las antípodas está Albert Camus. Por eso habló (y tan bien que lo hizo) sobre el suicidio. Estaba comprometido corporalmente con la vida y los críticos dicen que le puso el cuerpo principalmente en cuatro ejes: la naturaleza, el amor, la enfermedad y la amistad. Camus tenía una concepción política de la amistad que era absoluta, también tenía una relación sensual con la naturaleza, relación que atraviesa toda su obra y que, según él mismo sostuvo, puede ocurrirnos a todos, pero únicamente estando en soledad con ella. Tenía una consciencia clara de la corrupción del cuerpo, probablemente debido a la enfermedad crónica que sufría. Padecía  tuberculosis, sabía que la carne se pudre y no trató de eludir el problema. Justamente de eso se trata toda su obra, de no eludir el problema. Por eso hizo su abordaje filosófico sobre el tema del absurdo, de la vida y de la muerte con la misma intensidad con la que vivió. Camus amaba la vida, sin dudas, así pudo transmitirnos tanto. Propuso bancarse la lucidez, nunca tratar de escapar de ella, no buscar el sentido de la vida, no aceptar la basura que nos venden los cursos de coaching; no comprar espiritualismos berretas, ni budismos occidentalizados, porque las doctrinas que nos explican todo, nos debilitan; intentar no comprar aquello que nos distrae de lo que sabemos, aunque nuestra necesidad de consuelo sea insaciable. En definitiva, Camus nos propuso llevar la lucidez hasta el final y quedarnos acá a ver qué pasa, porque según decía, la sensación de absurdo (concepto inasible, si los hay) está a la vuelta de la esquina y, siempre y cuando no nos hagamos los boludos, es más o menos universal. Así, su pequeña antena atravesó el tiempo, la época completa, atravesó también las distancias, los continentes, y llegó hasta nosotros, hasta mí, para cambiarlo todo. 

el animal humano


                                                  Si encuentras dos vampiros juntos, solo será por seguridad.
                                                    Uno se hará irremediablemente esclavo del otro, así como tú
                                                   eres mi esclavo, Louis. No creo que tengas otras opciones. 
                                                Soy tu maestro, me necesitas. No hay mucho
                                                 que puedas hacer al respecto.

                                                                                     (Lestat. Crónicas vampíricas)


En La dialéctica del amo y el esclavo, Georg Hegel nos muestra que la historia de la humanidad comienza cuando se enfrentan dos deseos, lo que quiere decir, dos consciencias. Para Hegel, consciencia es deseo, y está arrojada hacia el afuera, hacia el exterior, hacia un "otro"; en contrapartida con lo que piensan los idealistas. 

Yo deseo que el otro se someta a mi deseo. El otro desea que yo me someta al suyo.

Empieza entonces una lucha descarnada y silente en la que uno de los dos debe morir. Porque someterse es morir, señores. Muere quien deja de ser para transformarse. Y siempre muere quien tiene más temor, ya que antepone su temor al deseo de ser reconocido; en definitiva, termina cediendo. Cede a su deseo de reconocimiento porque teme. 

Así, el otro se erige en Amo. Y desde su pedestal es derrotado. Queda paralizado en su derrota, porque en su confusión comprende: ha sido reconocido como par por un simple esclavo, alguien que cedió, que se somete a él y desde el sometimiento lo interpela, aunque le cumple el deseo. Es ley que el amo permanece siempre insatisfecho. Fue reconocido como par, tal como su deseo demandaba, pero por una voluntad no autónoma.  

Cuando hay amor entre dos consciencias, la filosofía de Hegel considera que la consciencia más débil es la que más ama; es también la que más se somete a lo que hay de sensible y de emocional en ella. Por otro lado, la conciencia que menos ama es la que domina toda la situación, y también la que más manipula. Este juego de poder entre consciencias pares podría traducirse así:

Cuanto menos te ame, más te domino; así que vos amame mucho, sin embargo, y así te someterás, mientras yo doy un pequeño paso para atrás.

Sea cual sea la relación de poder y, ubicados cada uno en su papel, el esclavo comienza a trabajar para el amo. Un amo ya por entonces confinado a la pasividad, al ocio y al goce. Porque el amo cuando RECIBE se transforma en un ser pasivo. Es el esclavo quien comienza a construir algo, a crear algo que lo trasciende. Y el esclavo descubre que él tiene una relación especial con la materialidad. Una materialidad que es creativa, tan creativa que hasta le permite sentirse más humano que el amo. 

Y así es como el amo engorda mientras el esclavo va descubriendo toda su potencialidad, toda su capacidad, en definitiva: toda su Libertad. 


credenciales


                                                        El hombre desea reconocimiento, 
                                                                el animal desea cosas 
                                                             y en general se las come.
                                                                      (Georg Hegel)

Somos cuerpos vivos; frágiles y vivos. Y en ese estar vivos el riesgo es permanente. Es difícil el arte de mantener el cuerpo sano, de no contribuir calladamente, día a día, a nuestra muerte. La vida se nos va y no necesita más ayuda que el tiempo. Es una carrera que cada día nos acerca más y más a la muerte y el cuerpo lleva la delantera. La evasión a esta conclusión es la esperanza: la esperanza de que existe otra vida, una vida mejor, más allá, y que hay que merecerla. 

Y así como la vida, que siempre estamos perdiendo, que siempre se nos está escapando, también se nos escapa el reconocimiento. No podemos conocernos, no podemos llegar a ser quienes somos, si no es a través de los otros. Porque entramos en la Humanidad como parte de un proceso que siempre incluye al otro. Después volvemos a nosotros, modificados, diversos, expandidos; esa es una segunda instancia que se renueva en forma constante. 

Pero Deseo no es otra cosa que Reconocimiento. Reconocernos sin entrar en la norma, en la diferencia, es la base del conflicto humano. Nunca saldremos indemnes de la interpelación del otro. Hay una intemperie en ese intercambio, en esa pregunta; aún cuando esa interpelación sea afirmativa, nos modifica, nos cuestiona. Soy para el otro. Ahora bien, cuando el otro (el gran Otro) no me ve y no me escucha no me reconoce; no existo, soy un fantasma, el pálido reflejo de una humanidad a la que no pertenezco; y si no soy parte, no puedo validar mis credenciales humanas. Es por eso que como pares deberíamos ser siempre un espejo. 

Aspid sagrado



Es un mal día. Hoy hablaste con el Diablo en sueños y te obligó a creer. Si Dios es mujer, el Diablo es un hombre caprichoso. Hizo ostentación de su poder moviendo los ladrillos de tu casa. Los hacía temblar, los desgranaba; le dijiste que parara, que estaba bien, que le creías. El revoque caía en pedazos, polvo frente a tus ojos; la pared tambaleaba hasta las bases, estallaba contra el suelo por fin gritaste que aceptabas. Aceptaste lo que tanto te costó.

Pero no te dejes someter por el dolor, no lo incorpores. Las cosas ocurren, pero el dolor, ese veneno,
con el tiempo cede. Sentís el rencor subir por la garganta, expandirse en el pecho, tocarte el corazón. Repta, como el áspid sagrado de la Reina Cleopatra. Sube, amargo, su sabor acre hasta la boca.  Contamina todo pero ahí se detiene. No lo expulses, dejalo. Sellá los labios, podés sentirlo roer el esmalte de los dientes, sostenelo. Calma, después se licúa y se endulza.

Todo pasa, esto también pasará. 



Una carga de mierda



En uno de sus libros, Milan Kundera desecha la idea de Dios porque, en su opinión, ningún dios podría haber concebido una forma de vida en la que fuera necesario cagar. El modo en que enuncia este argumento lleva a pensar que no se trata tan sólo de una broma. Kundera expresa una profunda afrenta, una afrenta típicamente elitista. Transforma la repugnancia natural en shock moral, un ejercicio muy caro a las élites. El coraje, por ejemplo, es una virtud por todos admirada, pero sólo las élites condenan la cobardía como una bajeza. Los desposeídos saben perfectamente que en determinadas circunstancias todos somos capaces de ser cobardes.

La semana pasada cargué y enterré la mierda de todo el año. La mierda de mi familia y de los amigos que nos visitan. Hay que hacerlo una vez por año y mayo es el momento oportuno. Antes de mayo, se corre el riesgo de que esté congelada y más tarde llegan las moscas. Hay muchas moscas en verano a causa del ganado. Un hombre, hablándome de su soledad, me dijo no hace mucho: “El invierno pasado llegué a echar de menos las moscas”.

Primero cavo un foso en la tierra del tamaño de una tumba, pero no tan profundo. Los bordes deben ser firmes para que la carretilla no se deslice cuando la inclino para descargarla. Estando parado allí en el foso, se acerca Mick, el perro de mi vecino. Lo conozco desde que era cachorro, pero nunca me ha visto así, frente a él, más bajo que un enano. Su sentido de la proporción se perturba y comienza a ladrar.

No importa con cuánta calma comience la tarea de cargar la mierda junto a la casa, transportarla en la carretilla y descargarla en el foso: fatalmente llega el momento en que comienza a brotar en mí una especie de ira. ¿Contra qué o contra quién? Creo que se trata de una ira atávica. En todas las lenguas “¡Mierda!” es una maldición que expresa exasperación. Algo de lo que uno quiere liberarse. Los gatos esconden la suya, cubriéndola con tierra con una de sus patas. Los hombres maldicen por la suya. Nombrar eso que junto con la pala, finalmente, me provoca una ira irracional. ¡Mierda!

Si de mierda se trata, la bosta de vaca y de caballo es relativamente más agradable. Puede inclusive provocar nostalgia. Huele a grano fermentado y hay un rastro lejano de heno y hierba en su olor. La mierda de las gallinas es desagradable e irrita la garganta por la cantidad de amoníaco que contiene.

Mientras se limpia un gallinero hay que salir de vez en cuando a tomar un poco de aire fresco. El olor del excremento de los cerdos y de los hombres, sin embargo, es el peor porque el hombre y el cerdo son animales carnívoros y su apetito es indiscriminado. Tiene un resabio dulce, nauseabundo de podredumbre. Hay un rastro lejano de muerte.

Mientras cargo la pala, me vienen a la mente imágenes del Paraíso. No de ángeles ni trompetas celestiales, sino de jardines amurallados, una fuente de agua pura, los colores frescos de las flores, una tela blanca inmaculada extendida sobre la hierba, ambrosía. El sueño de la pureza y la frescura nació de la omnipresencia del estiércol y el polvo. Esta polaridad es, sin duda, una de las más profundas de la imaginación humana, vinculada íntimamente a la idea del hogar como refugio –refugio contra muchas cosas, incluida la suciedad–.

En el mundo de la higiene moderna, la pureza se ha convertido en un término puramente metafórico o moralista. Carece de toda realidad sensual. En los hogares pobres de Turquía, en cambio, el primer gesto de hospitalidad consiste en ofrecer agua de colonia de limón para que el viajero se refresque las manos, los brazos, el cuello, el rostro. Este gesto me recuerda un proverbio turco sobre los elitistas: “Se cree un ramito de perejil en medio de la mierda del mundo”.

La mierda cae deslizándose de la carretilla, cuando se la vuelca con un peso muerto. El hedor dulce acicatea, irrita con su teleología. El olor a podredumbre y de allí al olor a putrefacción, a corrupción. El olor a muerte, sin duda. No conduce, sin embargo, a la vergüenza ni al pecado ni al mal, tal como el puritanismo con su desprecio por el cuerpo ha tratado de demostrar. Sus colores son el dorado bruñido, el marrón oscuro, el negro: los colores del cuadro de Rembrandt de Alejandro el Grande con su yelmo.

Mi hijo Yves me cuenta una historia que ha escuchado en la escuela del pueblo:
Es otoño en la huerta. Una manzana rosada cae sobre la hierba, junto a una bosta de vaca. Amistosa y gentil, la bosta de vaca le dice a la manzana: “Buenos días, Madame La Pomme, ¿cómo está usted?”

La manzana ignora el comentario porque considera que la conversación es ajena a su dignidad.

“¿Buen tiempo, no cree, Madame La Pomme?”

Silencio.

“Verá que la hierba es aquí muy dulce, Madame La Pomme.”

Silencio, otra vez.

En ese momento, un hombre atraviesa la huerta, ve la manzana rosada y se agacha a recogerla. Mientras el hombre muerde la manzana, la bosta de vaca no se puede contener y dice: “¡Nos vemos pronto, Madame La Pomme!”

La mierda aparece en chistes tan universales porque nos recuerda, de modo ineludible, nuestra dualidad, nuestra naturaleza sucia y nuestro deseo de gloria. Es la última lèse majesté.

Mientras descargo la tercera carretilla de mierda, canta un pinzón en uno de los ciruelos. Nadie sabe muy bien por qué los pájaros cantan tanto. Lo único cierto es que no cantan para engañarse a sí mismos ni para engañar a los demás. Cantan para anunciarse tales como son. Comparada con la transparencia del canto de un pájaro, nuestra habla es opaca porque se ve obligada a buscar la verdad en lugar de actuarla.

Pienso en la gente cuya mierda transporto. Tantas personas diferentes. La mierda es lo que queda atrás, indiferenciado: el desecho de la energía recibida y consumida. La energía tiene miles de formas, pero para nosotros, humanos, con nuestra mierda humana, toda energía es en parte verbal. Hablo conmigo mismo mientras levanto la pala, prudentemente, para que no caiga demasiado al suelo. El mal no deriva de la materia que se descompone, sino de la capacidad humana de persuadirse a uno mismo.

La imagen del buen salvaje del siglo XVIII era miope. Confundía un ancestro distante con los animales que ese hombre cazaba. Todos los animales viven conforme a las leyes de su especie. No conocen la piedad (aunque conocen el duelo), pero nunca son perversos. Es por ello que los cazadores creen que algunos animales son naturalmente nobles y poseen una gracia espiritual que armoniza con su gracia física. No es el caso del hombre.

No existe el mal en la naturaleza que nos rodea. Es necesario repetirlo una y otra vez, porque una de las formas humanas de persuadirse a cometer actos inhumanos consiste en tomar como ejemplo la supuesta crueldad de la naturaleza.

El cuclillo recién empollado, todavía ciego y sin plumas, tiene un hueco especial, como un hoyuelo en su lomo, para cargar a los otros pichones, uno por uno, hacia afuera del nido. La crueldad es el resultado de persuadirse a uno mismo a la imposición del dolor o a la ignorancia consciente del dolor ya infligido. El cuclillo no se persuade de nada. Tampoco el lobo.

La historia de la Tentación con la otra manzana (ya no Madame La Pomme) está bien contada. “… la serpiente dijo a la mujer, Tú, de seguro, no morirás.” La mujer no ha comido aún la manzana y, sin embargo, las palabras de la serpiente son la primera mentira o el primer juego de palabras vacías. (¡Mierda! Se me ha caído media palada.) La máscara inocente del mal.

“Una cierta fraseología es inevitable –dijo George Orwell– si se quiere nombrar las cosas sin apelar a las imágenes mentales de las cosas.”

La despreocupación con que cagan las vacas es quizá parte de la placidez y la paciencia que ha llevado a muchas culturas a considerarlas animales sagrados.
El mal aborrece todo aquello que ha sido creado físicamente. La primera manifestación de ese odio consiste en separar el orden de las palabras del orden de aquello que denotan. ¡Oh Hansard!

Mick, el perro, me sigue mientras llevo la carretilla hasta el foso. “¡No más ovejas!”, le digo. La primavera pasada, junto con otro perro, mató tres ovejas. Mick baja la cola. Después de haber matado lo encadenaron durante tres meses. El tono un tanto sarcástico de mi voz, la palabra “oveja”, y el recuerdo de la cadena lo hacen recular un poco. Pero mentalmente no nombra la sangre derramada con otro nombre, y me mira fijo a los ojos.

No muy lejos de donde cavé el foso, florece un lilo. Ha de haber cambiado el viento y ahora sopla desde el sur, porque siento el aroma del lilo a través de la mierda. Huele a menta mezclada con mucha miel.

El perfume me devuelve a mi primera infancia, al primer jardín que conocí, y de pronto, desde aquel tiempo tan lejano, vuelven ambos olores, desde mucho antes que el lilo o la mierda tuvieran nombre para mí.

John Berger

Bedoya



Hierven los huevos en la jarra.
El sol cayó
ante la mirada vacuna de Bedoya
detrás del único edificio de más de cinco pisos. 
La mirada de Bedoya 
ni absorbe ni penetra: espejea.
Bedoya pela un huevo duro.
La cáscara                                                                                       
cae en láminas irregulares
sobre la mesada verde.
No hay brillo en las cosas esta estación.
No hay mujeres que usen medias caladas.
El monje Bedoya 
cuelga los hábitos
y va al África a buscar nativas
para llenar los saunas del Once.
Al volver retoma sus votos
y come huevos duros en la penumbra de la cocina.                                                                   
El huevo, según cultos antiguos 
y enterrados, sin lugar en la historia
ni en el inconsciente colectivo, representa 
el alma.
El alma de Bedoya 
es un jirón de tela sucia
que flamea en una estaca
en un baldío de Villa Soldati.                                                           

Su cuerpo, 
un cuerpo pesado
que se desplaza con dificultad
por estancias atiborradas de objetos
ruinosos, es una amalgama
de carne, metal y plástico:
Bedoya es un cyborg, el primero de una generación
creada por Universo Inc.,
y se adapta lentamente a la vida humana.
Bedoya busca en una mesa desordenada
un block de hojas tamaño carta,
lo agarra y ve en la tapa
un castillo con sus torres y almenas
clara, aunque algo escolarmente
dibujadas. Arranca una hoja
de un tirón magnífico, toma un lápiz
y escribe: soy un sueño.
Pero me independicé, le di una patada en el culo
a mi soñador. Yo era pura alma
hasta que caí en manos de los ingenieros de Universo Inc.,
que me fabricaron un cuerpo. Y ahora mi alma sufre
en su cartucho, y añoro a mi soñador
y a las verdes praderas de su cerebro.
Hierve el agua en la jarra.
Bedoya está sentado a la mesa, 
la cabeza entre las manos, los ojos 
enrojecidos clavados en un cuadrado blanco
en el mantel amarillo. Si hay doce categorías racionales,
según Kant, él solo ejerce una, la de sustancia-
accidente: así se descubre
que a más de alma y cuerpo posee
una mente, que funciona como un reloj
con los engranajes enmohecidos, si es que enmohecen
los engranajes de los relojes. Circula en una pista
que va del hombre a la captación
del tiempo que pasa, y de la captación 
del tiempo que pasa a la idea, 
puro pánico, de que el destino existe.
Y, asociada a esta, la idea
de que todo muere.
Pero Bedoya no puede morir. 
Su envoltura está probada
contra todo riesgo por las cabezas más eminentes
de la tecnología global. Así que él se avizora en un futuro
                                                                          apocalíptico
habitando un desierto helado, él y las bacterias,
que no constituyen buena compañía
ni alimento para la vista. Desborda el agua
de la jarra, apaga la hornalla. Mejor dicho, 
en líneas anteriores había dejado constancia
de una generación de Bedoyas que compartirá el mundo
una vez extinta la raza humana, así que no todo 
es tan negro. ¿A qué jugarán los Bedoyas?
Este, por lo pronto, pone los huevos bajo la canilla
de agua fría, espera unos minutos, 
los saca de la jarra, los pela, 
muerde la mitad de uno, la mastica
con cuidado, deja reposar el sabor en la lengua 
unos segundos, traga. Repite la operación
con la otra mitad y luego con el resto:
quince minutos. Queda 
una ristra de horas hasta ir a dormir.
Ver la televisión.
Reírse de las frases más intelectuales
de Chiche Gelblung. Ni una ventana iluminada
en toda la cuadra. Los cyborgs
duermen largamente, en una casa de Villa del Parque
o en cabinas plexiglás. Son
el futuro. Son
la sal de la tierra. Los mejores hijos de Dios.
La especie más ágil, más viva, más ingeniosa
que haya caminado sobre la superficie
del planeta. No puedo esperar
a que existan.


Alejandro Rubio. De: La enfermedad mental (poesía reunida) Ediciones Gog y Magog.

reir al final



Soy de las que ríen al final, una especie de Bruja aliada del destino; ese que considero no está escrito: yo-puedo-elegir. Él no acepta que elijo, yo no acepto la escritura previa. A veces suele darme la razón el ingrato, pero hasta cuando no logramos el acuerdo trato de vivir en el resultado con sabiduría. Resistiendo, pataleando. También muerdo y escupo. Ya pienso, como Juana Bignozzi, "en las muertes ineludibles de algún día", te juro que las pienso; incluso pensé mi propia muerte. No me da miedo decir mi muerte. En todo caso, yo no la escribí.