Ph Leslie Ann O´Dell |
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Ahora bien: no es novedad que Eros sufre, que lucha, pero agoniza; y que quizá incluso muera, circunscripto como está a los implacables embates de la sociedad del rendimiento y el consumo. El poder de Eros es una impotencia hacia el otro.
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A la sociedad le encantan las relaciones humanas estables, las que puedan ser reconocidas con algún nombre fijo y perdurable como noviazgo o matrimonio y cuyas funciones sean claras en el contexto de la dinámica colectiva. Así es como se aborrece y condena cualquier pasión que escape al control y que rompa los cánones de lo establecido.
Sin embargo, el amor es expresivo y dialogante por naturaleza, no entiende de títulos ni de etiquetas; aún cuando no sea correspondido, no existe si no es en referencia a un objeto, es decir, a alquien que lo recibe como ofrenda y, por ese acto, quien lo recibe a fuerza de humanizarse se deifica y se torna inalcanzable; al haber donación hay necesariamente pérdida de quien se ofrece al amor, se consume y se pierde a sí mismo.
Esa es la raíz del dolor.
Por su parte, el dolor es incomunicable y no puede transmitirse. Se padece en la más absoluta soledad pero el que se entrega se pierde para sí, aun cuando ese amor sea correspondido; en cuanto a ello, del mutuo amor y de la pasión entre ambos, sobre el dolor, acontece el rarísimo fenómeno del goce, del que el placer es apenas un tímido reflejo.
El hombre teme a la fuerza inusitada del amor, que puede llevarlo a adoptar conductas que en otras condiciones no adoptaría.
Sobre todo le tenemos miedo a su potencia transgresora, que irrumpe para convertir al prudente en un perpetrador capaz de romper las reglas de la convivencia de maneras inimaginables y hasta puede llevarnos a cuestionar los valores que la mayoría, durante siglos, ha llamado absolutos, universales porque no hay nexo de amor más profundo que la complicidad.
El amante de Duras/La literatura como dolor: ensayo de César Callejas (fragmento)
Entonces, que un amante no sea un objeto. Que nos queme su veneno, que conmueva, que disocie, que cambie nuestra vida para siempre, pero que nunca sea consumible. Nunca nunca.
Destino
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
Ah, pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo del tigre.
Damos la vida sólo a lo que odiamos.