Cuando era niño viví un tiempo en el campo.
Recuerdo la contradictoria sensación de libertad que me producía ese lugar siniestro, porque eso
era para mí entonces: un lugar siniestro. Sin embargo, también recuerdo con
certeza algunas cosas de ese tiempo; cosas que, debido a la inquietud y el
miedo que provocaron en mi mente de niño, sospecho, no podré olvidar mientras
viva.
Por entonces, mi padre estaba encargado de las
tierras de un hacendado norteamericano en las afueras de la ciudad. Allí vivíamos.
En una casa precaria, de dos plantas, lindante al río y por ese mismo río nos
trasportábamos.
Navegábamos
su cauce al menos una vez a la semana, en busca de provisiones y velas, en una vieja canoa hecha con tablas –tan
precaria como la casa– que mi padre
amarraba con cuidado a dos palos casi podridos, que representaban para nosotros
un modesto muelle. No teníamos luz eléctrica ni tampoco agua potable.
Mi padre era un hombre sencillo y reservado. Él
hacía todos los trabajos de esos campos y yo le ayudaba, a pesar de mi corta
edad. Vivíamos solos en esa inmensidad de tierras sembradas de maíz y, apenas
la luna rotunda se colgaba en el cielo, nos metíamos en la cama dando por
terminado el día de trabajo. Los hechos más aterradores de mi vida ocurrieron
ahí, en esas tierras olvidadas por el progreso.
Dormía solo, en una habitación con buhardilla,
en la planta alta de la casa y odiaba el lugar porque era caluroso. En mi
inocencia de niño, me quedaba divagando en la más completa oscuridad hasta que
me dormía. Siempre con los postigos abiertos de par en par, para lidiar con el
calor insoportable del ambiente. Mientras tanto, la sigilosa luna obraba sus
mágicos conjuros de luz sobre mi cabeza.
Ya me había acostumbrado a que los ruidos del
tejado se sucedieran hasta bien entrada la noche, cuando algo diferente ocupó
mi atención. Una vez, durante la cena, había querido insinuar a mi padre el
asunto de los ruidos. Él no tardó en dar por zanjada la discusión, rechazando
de pleno mis miedos infantiles; me aseguró que se trababa de roedores en el
techo y me advirtió que no buscara excusas para no dormir pues, entonces, no estaba
lo suficientemente cansado.
Esa noche estaba entrando en la modorra previa
al sueño cuando un golpe seco me arrancó de mi letargo. Algo pesado, aunque no podía
saber qué, había dado de lleno contra el techo de mi habitación y había rodado
hacia abajo por una de sus alas laterales, impactando contra las canaletas del
desagüe, sin caer al suelo.
Aterrorizado me senté en la cama, sintiendo
cómo mi corazón latía a la altura de mi garganta y no tardé en empezar a respirar
con dificultad. A pesar de todo, era incapaz de moverme más allá de mi cama. De
inmediato, mis ojos se clavaron, desorbitados, en la ventana. Si no había
caído, lo que fuera que había rebotado contra el techo, se encontraba ahora
apenas a unos metros del dintel de la ventana. Y estaba, como era habitual,
abierta de par en par.
Esa idea repentina me asustó y empecé a obsesionarme
y a temblar con violencia. Lo único que se me ocurrió, y casi la única opción
que tenía, fue bajarme de la cama. Planeaba acercarme a la ventana e intentar
cerrar los postigos, pero tenía tanto miedo que estaba paralizado y desde donde
estaba parado sólo podía ver los altos manglares del frente de la casa
Mi pensamiento era irracional, lo sé. Ahora
lo entiendo. El pulso de mi sangre se hizo audible en el silencio de la noche y
entretanto, los grillos metían su canto estridente. Yo me obsesionaba con la
imagen de la ventana, no podía despegar la vista de ese sitio, ni gritar, ni
moverme. Imagino que mi cara tendría una expresión de terror espantosa y creo
que, si los ruidos no hubieran cesado tan repentinamente después de aquel
inesperado golpe, hubiera muerto de miedo ahí mismo, sentado.
Traté de componerme, de respirar con lentitud
y relajar los músculos de las piernas. Sin embargo, sabía que algo desconocido
se movía ahí arriba en la oscuridad. Podía sentirlo. Algo esperaba a que yo me
moviera para moverse. Cuando logré calmarme, me incorporé despacio y me acerqué
a la ventana. No me atreví a sacar la cabeza pero me incliné, todo lo que me
permitió el cuerpo para poder ver el techo. No vi nada más que el límpido cielo
nocturno.
Después saqué la mano, intentando agarrar la
hoja móvil del postigo, pero algo en el árbol me distrajo. Agazapada y
silenciosa, sujeta a las ramas superiores del manglar, una criatura horrible y
pequeña me observaba. Me quedé muy quieto, dejando mi mano ahí, donde estaba.
Creo que me sentí paralizado de estupor otra vez, creo que intenté moverme y no
pude, creo que grité por mi padre, pero la voz no salió de mi garganta.
Me miró profundamente a los ojos. Los suyos
centelleaban, ardiendo como dos bolas de fuego. Emitió una risa sonora, histérica, viva, que creció y creció y e hizo eco hasta romper el silencio de la noche. De un
respingo caí al suelo, sin controlar las piernas, mientras mis ojos no lograban
despegarse de sus ojos. Estaba aterrado. Hasta entonces yo no creía
en las brujas o en criaturas similares. Aun así, desde el suelo de mi cuarto no
podía dejar de observarla.
Después ella miró al cielo y se impulsó con las
piernas, desprendiéndose con prisa de las altas ramas del manglar y salió
volando. Sin más, se deslizó en el aire. Después, con asombro mudo, la vi transformarse en una bola de fuego y
esfumarse en el cielo nocturno.
La inocencia de aquellos lejanos días de mi
niñez en el campo se disolvió. Se disolvió como ella, en un instante. Nunca más
volví a dormir tranquilo desde entonces. Y todavía hoy, treinta años después,
por las noches, tomo la precaución de cerrar todas las ventanas de mi casa en
la ciudad. Y sigo soñando, con aquella criatura maldita y abominable, a la
espera del día en que su mirada de fuego me alcance otra vez.
Karina
Rodríguez (*).
*Ojos de fuego es un relato que pertenece a mi primer libro de cuentos, Almas y Karmas, que fue presentado en México, en la ciudad de Tampico, en el año 2015. Intenta deslizarse sobre la leyenda popular mexicana de las brujas de los manglares.