Nueva reseña de Gente común



“Gente común” reza en la tapa el último libro de Karina Rodríguez (Peces de Ciudad/2016). Gente común, como la que uno ve cada día en la calle, al subir al subte, al correr el colectivo, al entrar al supermercado o a la oficina. O gente común como la que nadie ve, nadie percibe, nadie registra. Gente común, como la que nos rodea en cada ámbito de nuestra vida. Gente común, igual que uno mismo.

Los cuentos de Karina no son pródigos en palabras, con una economía casi asceta, no sobra ni una letra en cada relato, y esto hace que, con esas palabras en la cantidad justa y necesaria, sus historias lleguen al lector en forma de golpe certero.


Si, un golpe, porque estos cuentos duelen. Duele el encierro, físico, psicológico o ambos, de sus personajes. Duele la angustia que cada uno de ellos exhala, y también ese dejo de esperanza que muchas veces, la mayoría de ellas, se desintegra contra la realidad.


Lastiman la soledad, el abandono, la alienación que produce la gran ciudad y su culto al individualismo exacerbado.


Parten en dos esos gritos silenciosos, desesperados, ese pedido de ayuda que nadie escucha y quien escucha hace oídos sordos ante una necesidad que es ajena, que no es propia, que no modifica la propia balanza ni la propia realidad.


Se podría decir, si una no hubiera leído en profundidad y con pasión arrebatadora estos textos, que la oscuridad y el miedo que trascienden desde las palabras de Karina Rodríguez van a expulsar al lector de las páginas de este libro. Nada, pero nada, más alejado de la realidad. Todos estos sentimientos y emociones que despierta la autora, los cuales podrían ser catalogados como negativos desde un punto de vista bastante simplista, sólo logran atrapar a quien decide internarse en estas historias, y despiertan en cada uno la dolorosa y aterradora convicción de que podría ser, sin lugar a dudas, uno más de ese grupo de gente común.                                                                                                             


Para Revista Tren Insomne. Por Soledad Hessel (periodista)

Reseña de Gente común




Gente común le da el nombre a una declaración de principios. Se trata de un recorte de los relatos del imaginario común, colectivo, de personajes que podrían ser (pero no son) cualquiera. El elemento fantástico entra en lo barrial y arroja una nueva lucidez monstruosa sobre nuestras cosas chiquitas. Así, la familia es el lugar donde se ajustician viejos odios, la santería es la cristalización de nuestras deidades y una mujer con alas es un relato más en el anecdotario de los vecinos. Los cuentos son cortos y seductores como golosinas, los temas son muchos, todos. Una enormidad pocket para leer en cualquier lado... Reseña de Nadia Crantosqui (traductora literaria - Universidad Nacional de La Plata)

Dueña de una tristeza infinita.






Acercarse a Pizarnik es siempre un desafío. En sus palabras no parece mediar el autoengaño. Pizarnik no se engaña: es dura y directa con ella misma. En su diario personal, el editado por Ana Becciu en 2003, nos da una clave de aproximación, que aparece con timidez como la punta de un hilo apenas visto, pero que se reconoce parte de una madeja de proporciones infernales; así nos da la entrada a todo el universo contenido en su ser.  Un atisbo, apenas, de la profundidad de sus pensamientos. Tan lejano al pensamiento social contaminado; ese que predica la felicidad, la satisfacción por cualquier medio, como modo de vida. Son los intelectos más planos, los más opacos -sin duda los de los autómatas sociales- los que creen poder dominar con su poder burgués y mediocre la luz más brillante de todas: el alma humana.

Pizarnik escribe en su diario: 

“Me compré un espejo muy grande. Me contemplé y descubrí que el rostro que yo debería tener está detrás -aprisionado- del que tengo. Todos mis esfuerzos han de tender a salvar el auténtico rostro. Para ello es menester una vasta tarea física y espiritual”.

[…]

“Si yo despertara, haría lo que hubiera hecho de no haberme vendido al demonio del ensueño. Casarme con un comerciante judío, vivir en algún suburbio depresivo y trivial, tener un buen aparato de televisión y dos hijos. Soñaría con tener un auto y me preocuparía tan solo por el funcionamiento digestivo de mis niños. Mis diversiones serían el cine y las fiestas de casamiento.”

[…]

“A veces me pregunto si mi enorme sufrimiento no es una defensa contra el hastío. Cuando sufro no me aburro para nada, vivo intensamente y mi vida se vuelve interesante y llena de peripecias. En verdad, sólo vivo cuando sufro. Es mi manera. Pero algo en mí no quiere sufrir. Algo en mí quisiera observar y callar. Analizar y tomar nota.¨

[…]

“Y mi problema esencial es con la gente. Si me sonríen soy feliz. Si me miran con hostilidad sufro como un personaje de la tragedia griega. Pero también hay una en mí, a veces, a la que le importa absolutamente nada de los otros.” 

Nadie que se mire así, directamente a los ojos, en este espejo que es la escritura, puede vivir feliz. 

“Me dolía la memoria, me dolían los ojos, me dolía el espejo en el que me miré.
Habían hecho harapos mi amor y mi cordura.
Creía en su rostro y creía en la inocencia detrás de mi  mirada. 
Me presenté: te doy, te soy.”

Pizarnik lo dijo todo, siempre que pudo.