-Ay…Que se calle... ¡Por Dios! Que se calle. Por Dios y por
todos los dioses que hubo, que hay y que habrá. Me alejo todo lo posible, todo
lo que da la sala. Me acerco al ventanal pero sigo escuchándola, toda la sala
la escucha. ¿A mí qué me importa que su hijo muerto pudiera enojarse si la
abuela en vez de ponerle una velita nueva le pone una usada? ¿A mí que me
importan los viajes del hijo mayor, con otros directores de “Energía-Petróleo”,
que tienen que estar en Perú justo el
día que Mamita reservó para comer todos juntos en aquél famoso Restó Armenio
Tradicional? Estos son los que compran las montañas y los ríos. ¿Y a mí qué me
importan las hijas del idiota que tiene sentado justo al lado y que la mira y
la escucha asintiéndolo todo? Y ahora le pasa el teléfono ¿Y qué me importa que
la mayor de las hijas de Papá meta nada menos que ocho críos en su departamento
de la calle Álvarez Thomas y que los haya invitado a comer después de cuatro
años de silencio para pasar el día del niño todos juntos y que Papi y Esposa
pueden ver a sus nietitos? ¿Y qué me importa que ellos no sepan qué carajo
regalarles porque son tantos y que con tantos “no se puede” y entonces
-elucubraciones mediante- decidan, con la abuela que está en el teléfono,
comprar entre todos una miserable bolsa de caramelos masticables? Y la falta de entusiasmo de Papá porque Paulita no va tampoco me importa ni que Paulita no va porque “donde hay chicos ella no se mete” y entonces, carajo,
si faltan Paulita y el marido, Papi no va con el mismo entusiasmo porque va por
Paulita, el resto le chupan todos un huevo. Y Papi recalca en la charla telefónica
con la Abu que vaya sólo si tiene ganas pero ella deja muy claro que ganas no tiene porque no quiere meterse en semejante quilombo, si vive tan tranquila. Caníbales. Y entonces Papi
deja bien claro también que no la obliga pero que si quiere la pasa a buscar para que no gaste en un taxi y que
además abrirán una botella de champagne que trajo de afuera ya que total si Dios
los ilumina y el tiempo acompaña no será tan difícil la tarde porque los chicos en esos festejos se entretienen con los regalos y
por un buen rato no joden...
¿Qué somos?
Todos amamos, todos deseamos y todos necesitamos de los demás. La raza humana es una gran familia o así debería ser, pero no por eso cada uno de nosotros deja de ser un individuo pensante que debe tomar decisiones sin tener que consultarlas. Cuando tu existencia depende de la voluntad de otro no sos vos quien existe, tampoco sos quien decide. Parece que decidís pero no decidís nada. Buena o mala, siempre será la voluntad de otro. Somos seres sociales, eso somos. Es sano no poder sólo ¿Quién puede? Lo que no es sano es la dependencia emocional, psicológica o material que ponemos en práctica todos los días para evadirnos de nosotros mismos. Es hermoso compartir la vida pero así no. Estamos hechos de momentos que no son el trabajo, ni las obligaciones, ni los viajes en subte. Eso no es vivir y no somos nada de todo eso que hacemos para fingir que vivimos. Somos momentos, pero de los otros. Somos Latidos, somos Palabra, somos Recuerdo, somos Libres. Es hermoso compartir la vida pero nunca pegados a otro como una sombra. Dulcemente o no, quien domina tus acciones no te ama. Quien te humilla con cariño tampoco te ama. Se humilla con mucho más que palabras, se humilla con actitudes y las de todos los días son las peores. Están contaminadas con la vulgaridad inmunda del día a día, con el aburrimiento, con las horas, con el tedio, con los días enteros que siempre son lo mismo. No es diciendo Te Amo que se pone en práctica el amor. No hay veneno más amargo que la felicidad fingida. Vale mil veces más ser esclavo de tus propios deseos que esclavo de la voluntad de otro.
Rebecca, en el pozo*
Rebecca siente gusto a tierra. La siente en
la boca, la mastica, la tiene entre los dientes. Hay algo que le raspa en la
garganta y eso le da un poco de asco, pero se aguanta. Se aguanta y reconstruye la caída. Es tierra —piensa—
como si supiera el sabor que tiene el barro.
Siente la lengua pastosa, un sabor amargo y
los dientes le crujen si los aprieta, por eso sabe que es tierra lo que tiene
adentro. No hay duda. Piensa que a lo mejor fue cuando vino cayendo que pasó lo
de la tierra en la boca; mientras daba manotazos alocados, poniendo las
esperanzas en cualquier cosa que pareciera un saliente, en alguna ramita que se
asomara por entre las grietas o en las raíces de un árbol. Como si eso evitara
que siguiera viaje abajo, trató de agarrarse.
Y ahí fue cuando tragó tierra. Pero no sabe,
porque todo eso pasó rápido y ahora solamente siente el gusto. Si trata de concentrarse, si lo analiza un
poco, lo único que se acuerda es de estar ahí adentro, en el fondo, tratando de
flotar. Como si hubiera nacido en el pozo o se le hubieran borrado los
recuerdos anteriores a éste.
El pozo tiene agua, un agua negra, sucia, con
olor a podrido. Está oscuro y siente las paredes cerca porque así están, muy
cerca. Cayó en un pozo chiquito, de esos en los que no cabe más que un alma.
Un círculo perfecto la conecta con el cielo
y, si mira para arriba, lo ve, pero muy, muy lejano. Todavía es de día y pasan
algunas nubes. Entre ellas aparece por momentos el celeste nítido, típico de los
cielos despejados. Pero nubes hay y, cuando se distrae mirando para arriba, las
puede ver viajar. Celeste mezclado con blanco, los colores del cielo, piensa.
Formando figuras, piensa. Figuras como lobos, osos, elefantes.
Pero las paredes del pozo son negras, negras
de tierra mojada. No hay nada vivo más que Rebecca y nada más vivo que Rebecca.
Tiene la cabeza empapada, tirita de frío y el pelo chorrea esas aguas oscuras
que se le cuelan por los hombros y la espalda, porque cuando cayó llegó hasta
el fondo y quedó sumergida. Le tomó un rato entender dónde estaba.
Cuando el cuerpo chocó contra el agua creyó
que se moriría pronto. Mientras chapoteaba con esa desesperación inmunda de los
que se ahogan, sacó la cabeza para respirar y se aferró a lo que pudo. Arañó
las paredes aunque se le desmoronaran encima, mientras las piedritas y el polvo
caían en una lluvia fina, dejándola ciega, sin aliento y con los ojos llorosos
y ardiendo.
Después descubrió que el fondo no estaba tan
lejos y se soltó, se dio cuenta de que el pozo no era mucho más profundo, y que
si estiraba los pies, podía tocar la base lodosa.
Lo último que recordó fue que cuando cayó lo
hizo gritando, porque lo que pasó no lo esperaba, no esperaba caerse. Y fue
cuando por primera vez la tierra, en algún manotazo, se le coló por la boca y
la dejó en ese estado amargo. Entre esas paredes el grito se ahogó enseguida.
Ahora
en el pozo hay silencio, casi lo único que hay es silencio. Silencio, agua y Rebecca,
que escucha su respiración y nada más. Y piensa, piensa más tranquila en medio
del silencio, aunque esté mojada y con tierra en la garganta.
(*) Sí, así, con coma.
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