Omega


      Es de día y ayer la casa ardió como en un sueño, estallaron los vidrios, todos a la vez. Cuando me escondí en el sótano, el cielorraso perecía bajo las llamas. La madera de los techos fue devorada. No sé cómo empezó el fuego. Sólo escuché los aviones y después las bombas.

       Él no volvió, pasaron muchas horas y no volvió. Me aseguró que volvería, me lo juró, tenía todo pensado, como siempre. Siempre fue un estratega, un anticipador. Usted y yo podríamos ver una de esas series en la televisión, esas en las que el mundo tiene los días contados, sin tomarnos nada en serio; por el simple goce del entretenimiento, digo. Pero él no. Él es de esos individuos que, mientras tanto, piensan. Que se lo imaginan todo ¡como si estuvieran ahí!              
     
        Dijo que estaba preparado para esto, dijo que nada podría con nosotros, que resistiríamos usando algunas de las maniobras típicas de la supervivencia, que nada podría fallar. Pero no fue así, él no está, no volvió. No resistimos ni un día.      
                 
         Lo vi bajar las escaleras, rápido y ágil. Y seguí escuchando a los otros, a los que estaban conmigo. Pero empezaron a cambiar enseguida, algo en el aire, no sé. Yo no cambié. No sé cómo surgieron todas esas bocas como cuevas, negras y profundas, abiertas y podridas, intentando morder. 

         Empezaron a morderse ¡Se mordían entre ellos! Se arrancaban los pedazos, unos contra otros, como en la televisión; como perros salvajes se empujaban, se pisaban, gemían y después, después ese aullido grotesco y desgarrador de los muertos en vida. Cuando me quise acordar no quedaba nadie en pie.                 
         Ahora dejé mi escondite y camino entre los muertos, el suelo está sembrado de cadáveres, repugnantes, podridos. Una masa compacta de gente aplastada, como si hubieran estado en la tumba durante meses. Algo en el aire acelera la descomposición. Muertos de verdad, no hay metáfora posible. Nada se mueve, nada gime. Ni siquiera una señal remota de la vida anterior, nada.                            
         Llegué a creer que estábamos a salvo. Me lo repetí muchas veces, justo cuando empezó lo de arriba. Todo empezó con Pedro. Lo vi llegar caminando. La gente a mi alrededor estaba alborotada y tensa, la situación era un caos: sacaban conclusiones, hablaban sobre lo que había pasado: cuando en la escuela algunos cayeron al suelo y empezaron las convulsiones corrimos, es cierto. Los caídos empezaban a cambiar, mordían.

         Los que estábamos sanos corrimos y entramos todos juntos a la casa vacía de Don Vásquez; el lugar estaba desierto y subimos, empujándonos, escaleras arriba. Gemían, lloraban, hablaban a los gritos, todo al mismo tiempo. Tratamos de llamar, pero no había sistemas, nada funciona. Cerramos las puertas, pero después empezaron a entrar y salir, a asomarse a las escaleras para rescatar más gente sana, a preocuparse por el resto, a pensar en los queridos.

         Fue ahí cuando vi entrar a Pedro. Caminaba despacio, como dormido. Una mancha verdosa en la mejilla derecha desdibujaba sus rasgos. Ya no estaba sano, eso era obvio. Apareció en la puerta, así, cambiado y nada más. Pero no mordía, caminaba hacia la cama, como si quisiera recostarse, probablemente repitiendo alguna rutina diaria. Inerte al entorno.

         Pero tenía los ojos velados, vacíos y sin vida. Esos no eran los ojos de Pedro. Una lámina babosa y grisácea los cubría, dándole un aspecto de ultratumba. Después empezó todo, eso en el aire, no sé. Como sea tengo que salir, pasaron muchas horas. Tengo que buscar ayuda, tengo que buscarlo a él. No hay sistemas, no se oye nada allá afuera. Tengo que bajar y abrir las puertas.

                                                                              *

         Ahora el sol radiante da de lleno en el asfalto. Lo besa, lo ablanda, lo licúa, y se lo bebe. Lo veo. Es él, viene hacia mí. Sus manos rotan lentamente hacia el centro de su cuerpo, como garras. Arrastra una de sus piernas con torpeza, los ojos velados, la mancha verdosa. No me reconoce. Aun así le sonrío, aunque no me entienda, aunque no me devuelva su risa nunca más. Y me entrego, abriendo mis brazos, a sus brazos por última vez.                    

Karina Rodríguez

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