Pensé mucho en lo que tenía que hacer. Noche
y día pensé. Quedarme quieta, era eso. Lo intenté varias veces, trataba de no
hacer ruido. Pero me ponía a temblar con sólo oírlo acercarse y al principio hasta
gritaba. Tuve que aprender a controlarme. No llorar, muda, quieta.
Después me acostumbré a que estuviera, ahí del
otro lado. Cuando llega contengo la respiración como una tonta. Espero unos
minutos y me acerco, siempre con la certeza de que él estará ahí, mirándome.
Sé que me busca, lo escucho moverse detrás de la puerta. Me asomo y lo
encuentro adentro del ojo circular y espeso que separa nuestros cuerpos. Me
pongo en puntas de pie, estiro los muslos, aguanto así, mientras lo miro.
Busco sus ojos, esos que vi tantas
veces.
Puedo reconocerlo, cada día a la misma hora.
Es él, con el tiempo aprendí a darme cuenta. Son latidos sus pasos. Sé cuándo
viene y me quedo quieta. Quieta, así es el juego.
Y ahora, hoy, va a ser diferente. Cuando lo
escuche subir las escaleras, pegaré un salto silencioso hacia la puerta, me
acercaré primero. Sigilosa, quieta y él deteniéndose para escuchar del otro
lado.
Me quedaré oyendo, contando los pasos que nos
separan. Identificándolo por la respiración pausada, completa, como la de los
otros, sí, pero suya; propia, única, genuina, suya, y los latidos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario